Los principios, por regla general, son la asunción que al ser humano le permite desarrollar su felicidad individual y social como verdades profundas de aplicación universal, y su naturaleza es valorada cuando, en oposición, pretendamos vivir en un marco de mala fe, engaño, bajeza o mediocridades que obnubilan sentimientos de unos hacia otros.
Si resolvemos aquella dicotomía de la personalidad de quienes, creyendo enaltecer principios de tradición cívica, ponen en escena sucesos o manifestaciones de la vida real como si fuera un espectáculo digno de atención a esas estampas que otrora eran oprobio del convivir nacional, en realidad solo desnuda sus verdaderos valores.
En 1992, la OIT creó el Programa Internacional para la Erradicación del Trabajo Infantil para combatir el trabajo de los niños y niñas y en 2014 el fundador del Centro Internacional sobre trabajo infantil y educación, Kailash Satyarthi fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz por su lucha contra la explotación infantil en la India.
Todo esto para entender en el contexto político y social el antinómico monumento que se ha erigido (El niño betunero) en una de las aceras de la calle Panamá de la ciudad de Guayaquil. Es decir, casi dar auspicio a una tarea que solo resalta la desigualdad social y se aleja de la esencia natural que es el educar a niños para que puedan enfrentar sus vidas, por venir, con dignidad.
Las tradiciones, por muy folclóricas que sean, deben ajustarse a valores cívicos que son enseñanzas componentes del Buen Vivir, dado que, como necesidad cultural, suelen mantenerse. No olvidemos que la educación es un proceso de asimilación y transmisión de costumbres que cada sociedad incorpora en un inagotable esfuerzo constante por fortalecer su identidad, si entendemos a esta como un concepto altamente dinámico y cambiante.
Una acción moralmente correcta es la que conlleva buenas consecuencias y buenos actos. No basta la buena intención, en esta pueden abundar argumentos ilusivos, en tanto que las primeras son medibles de manera objetiva. Los valores, a diferencia de los principios, son subjetivos, de ahí que terminan por develar las cualidades personales de los individuos, cuya conducta no es, sino, el más puro y fiel reflejo de sus sentimientos.
Determinadas decisiones se convierten en actos negativos, no obstante que en apariencia estén llenas de la mejor de las intenciones. No podemos permanecer pasivos ante una irracionalidad, pudiendo favorecer su enmienda.
El menudo homenaje que se ganaron estos niños, al parecer, acabó en una casual ironía al límite de lo prohibido.
Vicente Nevárez Rojas
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