El comediante callejero del Sur, de manera súbita, se volvió un “mago al revés”, como Vogler, el personaje del Rostro de Bergman: no pretende una transformación de lo cotidiano, sino que –como dice Frank D. McConnell- obliga a lo cotidiano a producir su propia transformación, su propio momento de conmoción por un descubrimiento de sí mismo, como reacción a su ambigua y problemática presencia.
En un mundo de charlatanes –de la política, de la comunicación, de la diplomacia, del periodismo- y espejos falsos, el facundo y maestro del gesto, cree que está en posesión de una verdad que algunos traducen automáticamente como una especie de salvación para una sociedad aparentemente congelada en formas de relación social engañosa.
Alguna vez sostuvimos (citando a Brecht, seguramente) que no se puede “atribuir operatividad mágica a la fuerza de las palabras, cuando la participación social, el lugar, los esquemas conductuales y la estructuración de las formas artísticas fueran molde propio y respondieran a los mismos contenidos que el mensaje pretende modificar”.
El comediante llegado del Sur antes veía con justeza. Veía lejos. Porque lo que veía cerca –y que el poder ocultaba- fue terrible siempre: exclusión, pobreza, explotación. Conoció los discrímenes de la sociedad cuando ésta le estigmatizó llamándole “payaso” y le cerró todas las posibilidades. Sus nuevos amigos que ahora le celebran, callaron lo que él cuestionó.
Sus nuevos amigos a quienes él señaló con sus críticas y farsas ahora hablan en su reemplazo porque suponen que el cambio ya no es una idea capaz de conferirle un carácter serio, incluso trágico a la condición humana.
El comediante del Sur vuelve a ser juzgado por la prensa que antes le acorraló. Como ya no puede hacer valer el devenir de la farsa, ni devastarlos atravesándoles con su astucia o enfilando contra ellos todos los lenguajes disponibles, termina condicionado por las circunstancias y condenado por los hechos en su reverso de duda o de angustia.
El comediante callejero del Sur sigue siendo el advenedizo, el ajeno revelado en su impostura y apariencia. Porque el espectáculo fue magnífico: los grafiteros del periodismo quiteño, alentados y auspiciados por la presencia del representante diplomático del imperio y un dispositivo escénico usurpado de la cultura urbana, pusieron en ficción la avidez contenida de existir o de ser, que ahora anima su inteligencia al acecho. Y, alrededor del comediante del Sur, los minúsculos notables reducidos a sus tics de lenguaje, a su energía obtusa, a su visión siempre mutilada y arbitraria de la realidad. El embajador grafitero, también amo y señor de su propio deseo, sabía que su política de embaucamiento había concluido.
A los espectadores de aquella farsa revelada por la energía del teatro nos importa saber que ésta puede ser vista y demolida como puro discurso. Fue la pompa obscena y nada más. Nos corresponde desmantelar la lógica de las opiniones que se vertieron ese 3 de mayo y que van más allá de las desgastadas y viejas alusiones políticas del comediante callejero del Sur, sobre el que reposan los señuelos ideológicos de las (re) instaladas figurillas sociales del Norte.
Cuando por fin regrese al parque de El Ejido, podrá contarles a sus espectadores naturales que pudo cumplir el encargo de presentarse al lado del embajador americano y que ya no le llaman “payaso” sino comediante.
Santiago Rivadeneira
Quito