Según el diccionario, borrachín es la persona que se emborracha con frecuencia; borrachito es una golosina cuyo toque o sabor principal es el licor.

Para el vulgo, borrachín es aquella persona que se embriaga frecuentemente y costea su vicio; borrachito es aquel que hace lo mismo y pide caridad o realiza pequeñas y momentáneas labores para el vicio.

En las calles adyacentes al cerrado Mercado Norte, hace 25 años ronda por esa zona “Don Cañola”. Él es chambero y ebrio consuetudinario.

A las 09:00 ya tiene su botella de aguardiente en el bolsillo trasero del pantalón, buscando un punto de reunión con otras personas que siguen el mismo trajín, compartiendo alegrías, anécdotas, añoranzas e intercambiando nuevas y viejas aventuras.

En una ocasión, “Don Cañola” y dos amigos libaban sentados en la entrada de una vieja bodega, cerrada hace muchos años, en Rocafuerte y Juan Montalvo. Un periodista se les acercó para entrevistarlos. El tema era el consumo de alcohol. Durante la charla los dos amigos lamentaban su estado.

“Don Cañola” callaba. Cuando el comunicador le pidió que hablara, dijo que en su juventud fue mecánico, que se levantaba muy temprano a chambear y que una madrugada vio platillos voladores y unos extraterrestres que se llevaron una calle de Guayaquil. La entrevista terminó y luego la pasaron por TV.

Con el transcurrir del tiempo me encontré con “Don Cañola” y le pregunté cómo se llevaron la calle los alienígenas y contestó: “Desapareció de repente”. ¿Pero qué calle fue? “Callejón Banife”, contestó. ¿Y dónde quedaba?, repregunté.

“Mejor sigo feliz y campante con mi rutina diaria, que termina cada vez que me enrumbo a mi Cerro del Carmen, a las 17:00, y que comienza a las 04:00 del siguiente día”. Aunque parezca mentira, todo por el amor de una mujer. (O)

César Antonio Jijón Sánchez