Le calza justo al incrédulo y abusivo expresidente que constató con dolor que el viejo proverbio no ha perdido vigencia.
Acostumbrado como estuvo a intimidar a sus víctimas desde un bullicioso pedestal sabatino entre calenturientos aplausos e inexpresivas y estultas sonrisas, tuvo que sufrir en carne propia la indignidad de colarse por los recovecos de un aeropuerto para eludir epítetos impublicables y corajes sedientos de revanchas hasta hoy imposibles.
Hoy encuentra su vara olvidada, incapaz de provocar dolor ajeno, pero anhelante de incentivar el propio; un local distante para su ilegal asamblea en Esmeraldas. Así de frustrado, ¿quién lo despedirá? Tal vez un puñado de fanáticos que acudirán presurosos, no a llorar por su partida, sino a verificar que ciertamente se marcha. (O)
Dr. Carlos Mosquera Benalcázar