En el Guayaquil de antaño, allá por la década de los 50, los niños jugaban por las calles de la ciudad sin peligro alguno, especialmente en las calles de tierra, todavía no pavimentadas. En las calles polvorientas en verano y lodosas en invierno, poco o casi nada traficadas por vehículos. Era en ese ambiente donde, aparte de jugar índor en media calle, mientras unos “peloteaban”, otros jugaban a los vaqueros, inspirados en las películas que se veían en el cine y que se leían en las revistas semanales llegadas del exterior, de personajes como Roy Rogers, Red Ryder, Hopalong Cassidy, el Llanero Solitario, etc. El juego del tequimán consistía en dividirse en dos grupos de muchachos que cada uno corría a esconderse, para después salir con sigilo a buscarse mutuamente y sorprender al descuidado para decirle “tequimán”, señalándolo con el dedo índice y los tres dedos restantes (el medio, el anular y el meñique) doblados hacia la palma de la mano, simulando el revólver que usaban los héroes vaqueros. Eso equivalía a ser detenido y los “sobrevivientes” que aplicaron el tequimán ganaban. Luego de tantas correteadas, se acudía al infaltable carretillero a degustar un “prensado”, que era el hielo raspado de la maqueta; el vendedor prensaba el hielo con la mano en un vaso para ponerle los clásicos jarabes de rosa, menta o vainilla. Eso costaba veinte centavos de sucre.
Ab. M.Sc. Fernando Coello Navarro