Es indiscutible que las sociedades sufren transformaciones y cambios estructurales en forma permanente, y es que el pensamiento humano transmuta por las innumerables influencias a que se encuentra sometido, generando patrones de comportamiento que difieren de una época con respecto de otra.
Fenómenos sociales, como la migración y la globalización, acentúan estos cambios, rompiendo viejos paradigmas y creando nuevos modelos sociales y culturales, muchos de ellos en desmedro de nuestras tradiciones. Otros, por el contrario, beneficiosos, pues hoy en día minorías antes excluidas y marginadas, de a poco van reivindicando sus derechos e insertándose en el entorno social.
No resulta ajena la incorporación de ciertos estratos en las grandes decisiones nacionales. La clase indígena ha jugado en más de una ocasión un papel preponderante en la vida política del país, algo que años atrás sin duda resultaba poco menos que imposible, por los prejuicios propios de la época.
El dogma es cada día más cuestionado, pues la vida -no humana- se clona en países del primer mundo. La lucha por la equidad de género empieza a echar raíces: la participación de la mujer en espacios de poder rompe estereotipos.
A la par con estos cambios inusitados, surge la necesidad de que los actores sociales y políticos vayan renovándose, con el fin de que los procesos de cambio tan necesarios se vigoricen y se nutran de nuevas concepciones que fortalezcan su estructura, adaptándolos a las nuevas épocas.
Las etapas de transición generan conflictos sociales que deben ser superados por parte de las nuevas generaciones.
Las personas somos de naturaleza precaria y cumplimos con un ciclo de vida productivo. Es comprobado que la decadencia en ámbitos diversos se suscita cuando aquello que envejece y por naturaleza debe ceder paso a lo nuevo se resiste a cualquier costo a ser desplazado, más aún cuando el poder y los grandes privilegios que este otorga están en juego.
Atentamente,
Tito Javier Espinosa Vélez
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