La política ecuatoriana, desde el regreso a la democracia en 1979 con el populista Jaime Roldós Aguilera, ha sido calificada de “circo” por analistas que respaldan el calificativo en la mescolanza que se da con una cantidad de partidos y movimientos políticos -que se generaron con afanes personalistas antes que de masas- que buscan captar el poder sin que medien propuestas o convergencias de tesis o tendencias, que los convierte en un amorfo y variopinto grupo de apóstatas politiqueros.
Sin desmerecer las contadas excepciones que brillan de cuando en cuando en el panorama electoral, se ha creado una cultura de esnobismos en la que fracasan o se consolida la mediocridad de líderes fanfarrones que solo buscan cambiar de estatus económico.
Y qué decir de las “ladys” y “miladys” o “misses” que “a falta de talento son muy buenas mozas” (repito, con sus contadas excepciones), razón “suficiente” para ser asambleístas e inclusive candidatas a la Presidencia. O personajes de farándula, que a cambio de un nada despreciable automóvil del año o una casa en una de las ciudadelas denominadas “para nuevos ricos” utilizan su momentánea fama y cariño del público para acompañar en las listas de candidatos a los caudillos del partido que los reclutó.
Cantantes, músicos, bailarines, presentadores de televisión, payasos, actores y actrices, deportistas, entre otros ciudadanos que se destacan en diferentes actividades generalmente alejadas de la política -por no decir reñidas con ella- forman parte, ahora, del gran circo de la política nacional.
Lo que aún no se ha visto, o por lo menos no me he percatado, es de la presencia de un mago. Quizá por ahí haya un prestidigitador o un ilusionista de poca monta, pero mago, lo que es mago, no he visto.
Confieso que me gustaría ver uno, pero de los buenos. Porque antes ya hemos tenido otros, que se hicieron pasar por magos pero resultaron charlatanes, como esos que paran en las esquinas populosas de las grandes ciudades, que no son otra cosa que timadores. Recuerdo al “Osvi” Hurtado, que convirtió (sucretizó) la deuda de sus amigos. O el “divino” Mahuad, que de un plumazo hizo desaparecer los ahorros de los ecuatorianos en el sistema financiero.
Esos maestros del birlibirloque no aparecen, los charlatanes sí. Los primeros podrían cambiar nuestro sistema económico, judicial, de salubridad, el educativo; pero no aparecen. El arte del birlibirloque quedó en lo onírico. Los charlatanes abundan. Aparecen de cuando en vez y con desfachatez lanzan sus análisis y propuestas para salvar el país.
Esperemos que las reformas estructurales que se vienen implementando, sistemática aunque levemente, se consoliden con la revolución ciudadana. Y para ello, un paso importante es la aprobación de la consulta popular. La reivindicación de derechos depende mucho de ello, no del birlibirloque.
Atentamente,
Pedro del Solar
Durán, Ecuador