“Señores pasajeros, por favor, conserven su derecha al ingresar y permita salir a los que se quedan”. Esta frase se escucha por parte de los choferes de las unidades del servicio de transporte público Metrovía, y deben repetirla -a pesar de ser ignorada olímpicamente por la mayoría de usuarios- en todos los paraderos.
Soy un común ciudadano de a pie, literalmente, porque no tengo vehículo propio, por tanto, me veo en la necesidad de utilizar, como tantos otros, el transporte público. Hace dos años, aproximadamente, comencé a hacer uso de la Metrovía; anteriormente me movilizaba en los conocidos colectivos, buses, busetas y, ocasionalmente, taxis, incluidos los “piratas”, con los consabidos riesgos y sobresaltos que eso conlleva -asaltos, robos y secuestros exprés-, sin olvidar, cómo no, el “cordial” y “exquisito” trato a los pasajeros (salvo contadas excepciones) por parte de los señores profesionales del volante.
Considero necesario mencionar esos detalles -que a muchos les debe resultar muy familiares, ¿o no?- ya que, al evocar la sensación de incertidumbre que se experimenta cuando se viaja a diario en esos automotores, puedo afirmar que soy un usuario aceptablemente conforme con el servicio que brinda la Metrovía, pero lamentablemente no totalmente satisfecho. Y no por el sistema de transporte -que, dicho sea de paso, no es perfecto, pero en comparación con otras alternativas, es definitivamente una de las mejores opciones-, sino más bien, por la mala actitud de los propios usuarios. Sí, señores, por nosotros mismos, tanto al ingresar como al salir del vehículo, entre otras cosas.
Lo descrito en el primer párrafo sirve justamente como ejemplo de ello: entramos y salimos atropelladamente, sin respetar orden ni sugerencia de nadie -me incluyo en la colada, porque admito que me he visto prácticamente forzado a hacerlo para no verme con las puertas cerradas en la cara o, peor, quedar atrapado entre ellas-; asimismo, hay que mencionar la falta de consideración de algunitos al no ceder el asiento -los de color amarillo especialmente- a los ancianos, discapacitados y mujeres embarazadas.
Debo reconocer que varias de las cosas mencionadas no ocurren con frecuencia, pero simplemente no deberían suceder nunca, por “elemental educación”, como precisamente dicen los conductores (as).
Si bien las autoridades se esfuerzan para mejorar el tránsito mediante la capacitación a los choferes, a todo nivel -incluidos a los futuros conductores en escuelas y colegios ofreciéndoles educación vial-, quienes no estamos frente a un volante también tenemos la obligación de respetar y cumplir normas de conducta para contribuir al buen vivir común, o dicho de una forma más “in”, al “Sumak Kawsay”, como se menciona en la actual Constitución. Recordemos que nuestros derechos terminan en donde comienzan los de nuestro prójimo.
Tomás Morocho
Guayaquil