Especial
Una noche estrellada
Sus cabezas no dejaban de mirar el cielo. Estáticos, asombrados y estupefactos admiraban el firmamento de estrellas y constelaciones que se presentaban ante sus ojos. Su propia vista era un telescopio en el que las pupilas buscaban presurosas las estrellas fugaces que surcaban la noche.
“Hace falta una banca”, decía María Fernanda, mientras el resto del grupo se entretenía con el cielo estrellado. Eran las 22:00 y la oscuridad imperaba en Warints. Unas pocas casas mantenían alumbrado su interior, mediante generadores de energía que funcionan a base de gasolina. En la comunidad no hay luz eléctrica.
Pero en ese momento, la electricidad era lo menos importante. Habían llegado a la comunidad luego de cinco meses de un confinamiento obligado en sus ciudades por el coronavirus. En retribución, la naturaleza les entregaba un espectáculo astronómico al que sus retinas no estaban acostumbradas.
Para distinguir las estrellas se necesitaba caminar un par de minutos en la oscuridad para acostumbrar la vista, de lo contrario el manto negro no deja observar su real belleza. “Veo esto y me siento como chiquito”, comentaba Eduardo. De pie, en ese lugar, entendían la inmensidad del universo. Curiosamente, la mayoría de los cuerpos celestes que divisaban ya estarán apagados. La noche resulta una fotografía de un paisaje de millones años luz en el pasado.
Mirar las estrellas en ese sitio provocaba calma interior. Una paz que se conjugaba con el sonido continuo del río. Era como recargar energía pese a que las piernas soportaban más de 40 minutos sin descanso. El frío se sentía como una ligera brisa que entraba por los poros.
Para los fotógrafos era el lugar ideal. Desde ese punto podían jugar con sus cámaras para capturar las mejores postales de la noche. Fotografiar a Marte, buscar constelaciones y seguir el rastro de la vía láctea era su entretención. El resultado final era espectacular, aunque la fotografía más especial para un citadino también era, sin duda, la que quedó impresa en sus ojos y grabada en su memoria. No es exageración.
El grupo estaba conformado por tres quiteños y tres macabeos. Habían planeado salir del campamento en el que pernoctaban para admirar las estrellas. La cabeza de uno de ellos giraba en círculos, parecía un tornillo a punto de desenroscarse. No se quedaba en una sola posición. Su mirada iba de norte a sur, de este a oeste, y en todos los grados posibles. El joven no quería perderse ni un instante de lo que observaba. Sin embargo, de los seis fue el único que nunca alcanzó a identificar las estrellas fugaces. Mala suerte.
-“Ahí va una”, - “Veo otra”, - “¡Qué linda esa que pasó”, repetían todos, cazándolas con sus miradas. Celosas y en búsqueda de atención aparecieron las luciérnagas. Con su torso encendido parecían estrellas diminutas que volaban a pocos centímetros de sus rostros.
La noche se hacía más oscura y el contorno de la Cordillera del Cóndor se delineaba en el horizonte. El relieve de sus montañas se dibujaba como las primeras pinceladas sobre un lienzo limpio. Los matices del negro del cielo variaban por la luz natural.
El tiempo parecía intacto, pausado, eterno. De pronto, la naturaleza consideró que era suficiente. Las primeras nubes empezaron a colarse en el firmamento. Manchas grises alteraban la imagen de puntos blancos sobre un infinito fondo negro. La bruma empezó a cubrir todo a su paso, pese a que algunas estrellas desobedientes aún iluminaban con su halo, hasta que la noche estrellada, finalmente, se nubló.
El show visual llegó a su fin. Los visitantes regresaron al campamento, mientras compartían sus impresiones. Unos conversaban sobre el potencial de explotar turísticamente la vista de estrellas en Warints, los fotógrafos sobre el material recopilado y otro, con papel y lápiz, presuroso de transmitir en estas líneas aquella inolvidable experiencia. (I)