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La verdadera evolución humana se da al interior
Ecuador es una nación de jóvenes. Las cifras del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC) dicen que el 35% de los ecuatorianos tiene menos de 14 años, es decir, cerca de 5 millones de personas. Es más, la edad promedio en nuestro país es de 28,4 años. En un mundo en el que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), tan solo desde el año 2000 la esperanza de vida global aumentó en 5 años, y en Ecuador podemos aspirar a vivir 76 años, esa estadística es reveladora.
Parecería que 1989 no es un año distante, pero si nos detenemos a pensar, el ecuatoriano de edad promedio nació por esos años, cuando en el país había unos 10 millones de habitantes. Hoy somos 16,5 millones. Estos seis millones y medio de jóvenes compatriotas ven el mundo de una manera particular y se enfrentan a retos y problemas específicos de su tiempo. Estos jóvenes tienen puntos de vista distintos a los de sus padres, pues se han formado por influencias culturales muy diversas, con el contacto con millones de sitios de internet, rodeados de tecnología antes sospechada solamente en historias de ciencia ficción y en un ambiente en el que hay gran variedad de fuentes de entretenimiento e información, con YouTube, WhatsApp y Facebook.
Si bien las personas nacen todos los días, cada generación es seguida de otra en un espacio de tiempo de unos 20 años. En ese período se forman individuos con valores, formas de sentir y opiniones semejantes, porque sus vivencias están marcadas por los mismos eventos significativos. Por ejemplo, nuestro comportamiento social puede ser moldeado por una sequía, una década de inestabilidad política o un período de prosperidad económica. El momento histórico en el que una persona vive su juventud es fundamental en la formación de su actitud hacia la vida. Hay mucha evidencia de que la forma de ser se establece en dos períodos. Primero, los lineamientos básicos de la personalidad se plasman durante los cinco primeros años de vida. Luego nos definimos como individuos al convertirnos en adultos independientes. Quizás por esa razón cambiar la forma de ser de un adulto es todo un desafío.
Si como el ecuatoriano de edad promedio, usted nació en 1989, ya ha visto crecer a personas de dos generaciones. La primera, los millennials, ya alcanzó la edad adulta y está integrada a la vida política, laboral y económica. La más reciente, la Generación Z, está aún en la niñez y, en consecuencia, aún no puede ejercitar su peso en la sociedad. Cabe mencionar que desde 1830, fecha en se disolvió la Gran Colombia, han existido en Ecuador generaciones bien diferenciadas.
Cada generación llega a su apogeo cuando sus individuos tienen alrededor de 40 años. En ese punto las personas dominan a las instituciones sociales, controlan la vida política y económica del país o, simplemente, ejercen su mayor influencia. La ley de la vida es que cuando las personas se acercan a los 60 años, la siguiente generación toma la posta y comienza a ejercer el control de la comunidad.
Es claro que hay valores que nada cambian con el paso del tiempo y que pueden ser compartidos por individuos que pertenecen a varias generaciones e incluso, de forma natural, una persona nacida hacia el principio o el final de una generación comparte los valores de las otras. Es más, hay cosas que no cambian nunca. Por ejemplo, la forma en que experimentamos el amor, que no conoce de tiempo. Cambia la moda, cambian los medios de transporte, se perfeccionan las comunicaciones, pero un hijo amará a su madre siempre con la misma intensidad.
Sin embargo, es evidente que una persona de hace cuatro generaciones, que tenga 76 años, creció en un Ecuador rodeado de naturaleza, sin tráfico, con pocas autopistas y aeropuertos, sin internet ni celulares, con pocos cines y canales de televisión, con caminos de tierra y ciudades pequeñas en las que la gente se informaba principalmente por el periódico. Esa persona nació en medio de la Segunda Guerra Mundial, vivió en una época muy marcada ideológicamente y en un país con una democracia frágil. Por ejemplo, si como buena parte de los ecuatorianos, esa persona nació en Guayaquil, habría nacido en una ciudad de unos 250.000 habitantes. Para hacernos una idea, ese Guayaquil tendría un tamaño similar al que hoy tiene Santo Domingo de los Tsáchilas.
Debido al avance del mundo es evidente que hay sutiles pero perceptibles diferencias entre personas de varias generaciones. Normalmente, cuando pensamos en la evolución nos referimos al proceso natural por el que las especies van cambiando y adaptándose de la mejor manera a su entorno, como la fauna de las famosas islas Galápagos, en donde Charles Darwin formuló su teoría de la selección natural. Aún no se nos ha ocurrido que los cambios que se evidencian en la forma de ver al mundo de una generación a otra también pueden ser cambios de la evolución. Son, después de todo, una adaptación a las circunstancias. Dicho de otro modo, los seres humanos vivimos cambiando, pero quizás esta evolución de la mente, que ocurre sin que nos demos cuenta, es la que hace que muchas personas piensen que estar pegado a la pantalla del teléfono móvil es perfectamente natural. Que tener supermercados con una infinita selección de productos de todos los lugares es la norma. Y que la comida rápida es mejor alternativa debido a la falta de tiempo para almorzar en casa. Conviene meditar si estos cambios los hemos escogido nosotros y han sido para bien o si, por el contrario, ocurren a pesar de nosotros.
Hemos evolucionado nuestra sociedad hacia una más igualitaria, tolerante y diversa, que es mejor en algunas formas que el pasado. Sin embargo, también vivimos en un mundo en el que la satisfacción rápida ocupa un lugar importantísimo de nuestras mentes. Hay que seguir evolucionando nuestra mente, pero de manera consciente. Como hemos visto, el cambio más profundo se da en nuestro interior. (I)