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“Negrito” Ceferino Congo, el siquiatra del loco de la torre

“Negrito” Ceferino Congo, el siquiatra del loco de la torre
28 de julio de 2013 - 00:00

Si alguna vez Ceferino se hubiera quedado dormido, Quito habría crecido en otro tiempo. A las 12:00 y a la medianoche, el reloj de la catedral de La Merced daba 12 campanadas. Era el “negrito” Ceferino Congo el que nunca lo dejaba morir.

Las tres pesas de piedra tallada, forradas de cuero pergamino, sostenidas por cabestros, recorrían los 38 metros de altura desde el coro hasta el campanario. Y la ciudad empezaba a andar otra vez.

El primer reloj público de Quito (Handle & Moree, Inglaterra 1918), de 2,7 metros de alto y 120 centímetros de radio, se tardó 4 años en cruzar el mar e instalarse en la torre mayor, a 50 m de altura. Fue inaugurado el 24 de septiembre de 1820. Muchas veces se quedó taciturno por el despiste de los monjes, otras tantas enfermó con los gritos de libertad y el roce de las balas. Cuando esto ocurría, los quiteños lo miraban de reojo y cruzaban de largo por la calle Cuenca sin hacer ruido.

Fue fabricado en Londres (Inglaterra). Cuatro años duró
el viaje para que
llegara a Quito
Hasta que Ceferino llegó. Fue una tarde de 1902. Tenía dos años. Lucía impecable con su traje de militar. Al soltarse de la mano del general Eloy Alfaro, no lloró. Se puso juntito al prior Juan Leopoldo Roldán y levantó el brazo para despedirse. El padre Luis Octavio Proaño, mercedario durante 75 años, bibliotecario, repite: “El ‘negrito’ Ceferino fue un maravilloso recuerdo del general, quien lo encontró en el Chota huérfano”. Cuando el sacerdote ingresó a la comunidad, a los 12 años, Ceferino era adolescente de 15 que se alistaba para ser el relojero mayor.

Nadie lo hizo como él. En su poemario titulado “Ceferino” (Quito 1971), el padre Guillermo Hurtado escribió: “Ceferino creció de pie junto al reloj... Le mimó con aceites y paños, le lavó las heridas al veterano de nuestras guerras libertarias... Ceferino es su médico único”. Fue más: “...Siquiatra de ese loco de la torre, Ceferino lazarillas su dolor”.

Un detalle: el “negrito” era sordomudo. Ese no fue impedimento para que cuando lo entrevistaban, para saber cómo había sido agredido su reloj durante las riñas callejeras, contara todo con “pelos y señales”. Tanto que hasta “el más tonto podía entenderle”, cuenta orgulloso el padre Luis, quien fue su amigo, al que  nombraba sin palabras, llevándose la mano al ojo izquierdo y haciéndolo chiquito; “y es que nací con este ojo más pequeño que el otro”.

A cada uno de los 47 religiosos mercedarios los identificaba con una señal: para llamar al padre Monroy colocaba su mano en el pecho, pues años atrás le habían hecho una operación de corazón abierto; el padre coronel era “melenudo”, entonces Ceferino revoloteaba sus rizos... y así los llamaba uno por uno.

Todos sabían a dónde iba con un impermeable en la mano cuando la lluvia caía furiosa. Atravesaba el patio sorteando los granizos y jadeando llegaba a la torre para cubrir a su reloj. También se encariñó con las siete campanas de La Merced (como las siete notas musicales). “De nuestra madre” es el nombre de la mayor (2,30 metros de alto con una circunferencia de 2 m), la que más le quitaba el sueño: “..Está herida, enmudece cada vez, una llaga le baja temblando desde el pecho, y le duele a Ceferino en hueso propio, le oprime desesperado con sus manos para tratar de unirla, la pasa con saliva...”. (Poemario). Sonaban también “La Pregonera”, “La Argentina”, “La Llorona”. Todas enmudecieron tras el terremoto de 1987.

Antes, el reloj de La Merced se había quedado sin latidos, un año después de la muerte de Ceferino Congo, el 12 de junio de 1965. “El ‘negrito’ está mal, hay que llevarlo al San Juan de Dios”. Los quiteños vivían pendientes del relojero, leían a diario en Últimas Noticias para saber cómo iba su recuperación.

Pero si nunca se había enfermado, comentaban. A los 38 años de lo ocurrido, el padre Luis cree que ya es tiempo de hacerlo público: “El ‘negrito’ sufrió de la próstata, es que había sido virgen”. Y cuando Ceferino recorría las calles del Centro Histórico, de esa ciudad antigua, de recovecos, niños y perros, con un bastón en la mano, ¿no se encantó con alguna mujer? Entonces, debió hacerse cura, “¿pero cómo, si no hablaba?”, discute el bibliotecario.

Algo se recuperó. De vuelta al convento. “¿Por qué tanto empeño el de Ceferino por ir arriba, pese a su salud?”, se preguntaba el padre Guillermo. El “negrito” construyó su habitación en el campanario para estar cerca. Allí se durmió. El reloj se retrasó y poco a poco se detuvo. El gran péndulo se quedó como un ahorcado en el campanario.

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