El WhatsApp nos volvió mudos
No solo dos mil millones de “millennials” en el mundo, valoran como parte indispensable de su vida cotidiana, a las redes sociales.
El monopolio de WhatsApp, sembrado en teléfonos inteligentes desde el 2014 por Facebook, propietaria de esta aplicación que enterró a los SMS y a los teléfonos BlackBerry y Nokia, hoy irrumpe en más de 180 países. Y en casi todos los idiomas, haciendo de la globalización comunicacional, una realidad instantánea, que desnuda nuevas formas de relación e interacción del comportamiento humano.
Hoy, cuando el WhatsApp ha superado a la llamada telefónica, nos vemos invadidos por los grupos en los que nos incluyen sin nuestra autorización, en una interrelación que nos abstrae del contacto de persona a persona y que nos sitúa en lo inmaterial de una relación sin un valor agregado, que incluye la repetición continua de lo que terceros expresan o grafican.
Batallones de repetidores de lo que dicen unos pocos irrumpen en una red que afirma cumple con estrictos protocolos de confidencialidad y que de hecho genera efectos de ansiedad, depresión y hasta trastornos en el sueño, por el exceso “online”.
Es la manía de una economía digital que en menos de 10 años cambió lo analógico del contacto personal, el darse la mano, disfrutar de la palabra y eliminó las calculadoras de escritorio, las máquinas de fotos, las grabadoras, la linterna, las agendas, las cámaras de video, las máquinas de escribir, los tickets de embarque, las tarjetas de crédito, los teléfonos fijos, los despertadores, las agendas de direcciones, los GPS, los archivadores, los diccionarios, los radios, las guías telefónicas, los escáneres, las brújulas, los calendarios, los termómetros, los álbumes de fotos, entre otros.
Así en los albores de este siglo olvidamos aquellas épocas del abrazo, de la sonrisa, de la expresión mímica y acompañamos el instrumento de comunicación que borró distancias, que invadió la privacidad de muchos, que compitió con las telefónicas acostumbradas al abuso con sus tarifas, que dio voz a millones de anónimos personajes.
El WhatsApp (y por supuesto otras aplicaciones), nos volvió mudos y nos quitó tiempo para sentir y compartir nuestra vida, cada vez más larga y menos expresiva. (O)