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Ecuador, 23 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Punto de vista

Sobre la actual crisis del Mercosur y del regionalismo latinoamericano

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La actual crisis del Mercado Común del Sur (Mercosur) es representativa de una crisis más general. La inestabilidad política y la incertidumbre de los grandes mercados financieros empujan hoy a los bloques subregionales hacia la inactividad y el vaciamiento.

La suspensión de Venezuela del Mercosur es un capítulo más en la reconversión permanente que ese bloque vive desde su conformación. Si bien surgió como un proyecto de integración económica por iniciativa de Brasil y Argentina, el Mercosur se ha convertido, desde 1991, en un organismo para la cooperación empresarial. En la última década, con el impulso de gobiernos progresistas, se experimentó una breve ‘primavera del Mercosur’. En todas las etapas, sin embargo, el problema fue siempre el mismo: la falta de un proyecto consensuado a largo plazo de integración productiva, comercial, política y social.

A la par que se lograba la inclusión de Venezuela en el bloque, sus dos economías más grandes limitaban su desarrollo con sus decisiones económicas (la vinculación preferencial con China) y políticas (el hundimiento de la Nueva Estructura Financiera Sudamericana a cambio del aumento de su representación global en el marco del G-20).

Los documentos de las cumbres sociales del Mercosur remarcan la falta de voluntad política para implementar los programas sociales, el Estatuto de Ciudadanía y la Declaración Sociolaboral del Mercosur. Este tipo de dilaciones y fallas ponen en tela de juicio las intenciones reales que los gobiernos tienen para con el bloque. Y lo sucedido confirma algunas sospechas.

Una vez suspendida Venezuela, ¿qué sucederá? El 14 de diciembre Argentina debería asumir la presidencia pro tempore y tratar el recurso al sistema de solución de controversias efectuado por el gobierno de Maduro. Lo más grave es que no existe un rumbo claro, salvo la difícil negociación de un tratado de libre comercio con la Unión Europea que será retomada en marzo.

Para los países latinoamericanos, 2016 ha sido un año en el cual se fueron desdibujando las certezas en sus relaciones con el mundo. Por motivos internos, a causa de los cambios de gobierno en diferentes países de la región, pero sobre todo por crisis exógenas. Factores como la diferenciación en la estrategia de expansión china y la victoria de Donald Trump en Estados Unidos privaron a nuestros países de sus interlocutores privilegiados, obligándolos a repensar su inserción internacional.

Una situación tal puede representar una salvación o una condena para el Mercosur. Puede acercar a los países miembros en búsqueda de mutuo amparo, como han deslizado los cancilleres de Brasil, José Serra, y de Argentina, Susana Malcorra, tras la victoria de Trump. Pero también puede generar un ‘sálvese quien pueda’ generalizado. Ese rumbo parece ser el que sugiere hoy el Gobierno argentino, proclive a flexibilizar las reglas del Mercosur para permitir la firma de TLC bilaterales con Estados Unidos y China.

Ante la falta de decisiones, Uruguay comenzó también a tejer sus relaciones comerciales con China y Europa, mientras Paraguay profundiza sus contactos con Corea del Sur. Brasil está sumergido en una crisis que abarca a todo su arco político, con un gobierno golpista fuertemente debilitado y un margen de maniobra mucho más limitado que en la última década, pero aún ligado a la coordinación con las demás potencias regionales del Brics.

Todos los países miembros, igualmente, siguen mirando con cierto cariño hacia la Alianza del Pacífico, enlace natural para América Latina con el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TCE), un megaacuerdo de libre comercio firmado ya por 12 países, incluyendo a Chile, México y Perú.

Y de allí parece llegar la tentación hacia un nuevo tipo de integración. Si bien el TCE pende de un hilo -debido a la decisión de Trump de no ratificarlo- su espíritu, cláusulas y formas serán a toda vista el modelo de negociación de nuevos acuerdos regionales. Estos tratados “de nueva generación” obligan a los países a adecuar sus reglamentaciones futuras a los términos del convenio comercial en ámbitos que históricamente fueron monopolio estatal, como son servicios públicos o transporte.

Argentina, Brasil y Paraguay ven con buenos ojos este modelo de tratado, para lo cual hoy el Mercosur es un impedimento burocrático que habría que flexibilizar; por ello, se disputa el sentido mismo del bloque.

La visión social y alternativa, encarnada por la Cumbre Social del Mercosur, Venezuela y Uruguay, quedó aparentemente desbaratada. Venezuela nunca logró aportar claramente a la visión estratégica del bloque. Uruguay, que jugó siempre ‘a dos puntas’, mantiene hoy una postura de minoría moderada, avalando en disidencia las decisiones del bloque dominante. Y la Cumbre Social nunca tuvo gravitación real en un bloque donde los intereses de los Estados estuvieron siempre por encima de cualquier intención colectiva, y por lo tanto los gobiernos no delegaron ningún poder real a los actores de la sociedad.

El Mercosur, sin embargo, es tan difícil de reformar como de romper. A diferencia de otros organismos regionales, logró un largo acumulado de reglamentaciones, acuerdos, tratados, que además de ser vinculantes para los Estados miembros constituyen un piso de acuerdo. Débil, sin actuación efectiva, pero aceptado activa o pasivamente por todos los gobiernos miembros desde 1991 hasta la fecha. Desandar semejante camino para volver a atomizar el Cono Sur sería una derrota política histórica para toda la región.

La suspensión de Venezuela refuerza entonces el ánimo disciplinador que algunos gobiernos asumieron en Mercosur, con objetivos exclusivamente políticos en medio de la disputa por marcar el rumbo del bloque. A esto se le suma la incertidumbre por el escenario externo, que refuerza el estancamiento en un Mercosur que avanza por inercia, y tampoco encuentra en otros organismos regionales un objetivo común, más allá de consignas vacías e inefectivas. (O)

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