Punto de vista
Nosotros y los medios
A propósito de la campaña de Donald Trump, en 2016 tuvo lugar una interesante discusión en la prensa norteamericana, que constató una tendencia preocupante. ¿Es posible que estemos entrando en un mundo “post-fáctico” en el que los datos reales hayan dejado de tener importancia a la hora de formarse una opinión? En el debate norteamericano, los cambios tecnológicos aparecían como una de las causales de ese fenómeno. Con la cantidad de información que circula en internet, con la segmentación de públicos que los propios buscadores como Google promueven al ofrecer a cada cual lo que quiere encontrar, con los microclimas que se crean en las redes sociales y las cadenas de TV, parece surgir una tendencia a que cada uno elija creer en la información que confirma lo que ya pensaba. Para la prensa escrita se trata de un cambio preocupante, porque pone en pie de igualdad la información chequeada que ofrecen los periodistas con cualquier otro contenido que circule a través de internet o la TV. Si todo vale igual, el periodismo pierde sentido.
La hipótesis del mundo “post-fáctico” resulta bien perturbadora para los modos en que pensábamos la relación entre el debate público y la política. ¿Cómo sostener una vida cívica robusta si la información que circula no solo no es confiable sino que a la gente ha dejado de importarle verificar que lo sea? La pregunta se vuelve más acuciante cuando uno toma en cuenta que, hace unos pocos años, los propios políticos han comenzado a invertir su dinero de campaña en el negocio de la manipulación de los climas de las redes sociales. Ahora tienen en sus manos procesos automatizados para trazar perfiles de usuarios y hacerles llegar a cada uno individual y masivamente lo que quieren escuchar.
Podría pensarse que una solución posible sería la de fortalecer los medios de comunicación para que funcionen generando contenidos confiables y habilitando espacios ecuánimes, en los que todas las voces tengan un lugar, pero a la vez controlados, para que ninguna pueda difundir información falsa. De hecho, todavía hay en su seno profesionales de la vieja escuela que sostienen un periodismo de ese tipo. Pero ¿qué queda de esta opción si los propios medios abandonan toda misión periodística y se convierten en un jugador más del juego de comercializar contenidos -verdaderos o falsos, da igual- para hacer avanzar sus propios intereses empresariales o para uso de otros clientes? ¿Y cómo proteger a la sociedad en tal escenario si, además, como sucede en Argentina, las empresas de medios de comunicación también proveen servicios de internet y generan contenidos y plataformas digitales para las redes?
Como quiera que se respondan estas preguntas, es dudoso que pueda desandarse el camino ya recorrido. Puede que ya no haya manera de hacer que los viejos medios se dediquen a su supuesta misión: facilitar la comunicación. Su comercio es hoy enteramente otro. Lo que ofrecen a sus clientes -que no somos nosotros, sino los anunciantes y los grupos de poder- es captar nuestra atención o, lo que es lo mismo, que no miremos en otra dirección, que no prestemos atención a otras cosas. Lo que venden no es información o espacio para el diálogo, sino influencia sobre las emociones y sobre la dirección en que miramos. Los llamamos así, pero en verdad no son “medios de comunicación”, sino formadores de opinión o, mejor dicho, gerenciadores de emociones.
El futuro de la comunicación: Conviene, sin embargo, no caer en diagnósticos demasiado apocalípticos. Es cierto que la concentración mediática y los recursos tecnológicos de los que disponen son hoy incomparablemente mayores que en el pasado. Pero también lo es que quienes habitamos este suelo vamos encontrando modos de sustraernos a su dominio. Las estadísticas indican que cada vez menos gente lee los diarios y cada vez se enciende menos el televisor. En especial los más jóvenes vienen huyendo de ellos en estampida. Al mismo tiempo, algunos colectivos de comunicadores consiguen utilizar las nuevas tecnologías a su favor para ofrecer contenidos con independencia de las grandes empresas. Si los medios argentinos hablan compulsivamente de sí mismos 24 horas al día es justamente porque cada vez tienen mayores dificultades para captar la atención del público, para que creamos que lo que dicen y muestran es lo importante, para que no miremos hacia otro lado. Puede que la victoria que vienen de obtener tenga, después de todo, pies de barro. El indudable poder político que han alcanzado coexiste con la sospecha creciente de que la realidad es, precisamente, aquello que no aparece en las pantallas de TV ni en las páginas de los diarios. Y también, con la certeza de que la comunicación verdadera entre nosotros, si acaso es posible, deberá pasar por otros carriles.
Como todas las demás, esta cuestión se entiende mejor pensando más allá de la grieta. Tendemos a relacionar la querella por los medios con el contexto de la guerra entre el kirchnerismo y Clarín. Pero corresponde contar esta historia arrancando un poco antes. Naturalmente, las operaciones políticas existen desde que existe el periodismo. Pero su capacidad de direccionar la mirada, de ocultar o mostrar aquella porción de la realidad que más le conviene, se mostró con particular claridad en el contexto de 2001. Su pendiente de descrédito comenzó en el contexto de la rebelión.
Pocos lo recuerdan, pero a comienzos de 2002 hubo un hecho inédito. Entre las varias manifestaciones de esas jornadas, hubo una contra Canal 13, luego de que éste y otros canales decidieran no transmitir en vivo uno de los principales cacerolazos de esos días, en un intento de aportar a la desmovilización. (O)