La calavera de doña María de Vera. 1701
Sé que cuando usted nació en Quito era un angelito que vino al nuevo mundo con dos dientecitos de leche que ya los había sentido su mamacita, doña Clara Eugenia Bonilla, cuando todavía la llevaba en su vientre. ¿Qué irá a pasar cuando sea grande?, se preguntó su poderoso padre legítimo, don Juan de Vera y Mendoza, al ver a la recién nacida con los dientecitos de roedor dentro de esa ingenua sonrisa infantil.
Esto hay que hacer adivinar con las cartománticas andaluzas, o con los indios, o con las negras entendidas en cosas del destino -dijo su padre- muy preocupado, al ver que su tierna descendiente sonreía como una ardilla, o como una mariposa exótica a la que todavía le faltaba que le brotaran sus alitas. Cuando la negra la vio en su cuna le advirtió a su padre: “su hija tendrá dos matrimonios con los más entendidos en avaricia y en explotación. Eso es lo que veo en sus dientes en primera instancia. Pero sabrá defenderse como ella sola. Para eso le servirán estos dientes prematuros. Y cuando los reemplacen los definitivos, los que se desprendan, los debe llevar como amuleto entre sus collares de perlas y enfundados en oro. Eso hará que nunca tenga que padecer hambre ni merma de riquezas”.
¿No ve cómo se ha cumplido su destino?, mi querida doña María de Vera y Mendoza. Usted que ahora es la calavera que sale a mi encuentro entre los papeles que voy escarbando, ¿se da cuenta que ya son cosa de trescientos años que no puede cerrar su boca? Qué terrible ha de ser que aún después de muerto uno no pueda descansar con la boca cerrada. Ya no tiene ninguno de sus dientes con que mordía las cosas de la vida. Y mire nomás, cómo le han vuelto a nacer y crecer otra vez los dientes después de muerta, en su calavera.
Son de rata de ultramar, de roedor viajero de las que desafiaba los mares y sobrevivía las persecuciones de los piratas y corsarios. Y mire nomás que se han robustecido con el marfil que les quitaba a sus indios en sus obrajes. Creo que nunca podrá cerrar su boca por los siglos de los siglos porque la ambición se paga primero sin poder hacer descansar a las mandíbulas que son las que hablan y comen. En el fondo, me da pena doña María de Vera, por la forma cómo usted misma ha elegido su destino para pagar sus culpas.
¿Cuánto tiempo fue casada su merced con el general don Nicolás de Larraspuru? ¡Qué fea gente que eran esos Caballeros de la Orden de Santiago! ¡Cómo le dilapidaron la fortuna de su padre! Y eso que él era dueño del navío que llevaba el oro de Indias a dejar escondido hasta debajo del mar, en los piélagos espesos de las tormentas. Pero su merced se hizo mala, egoísta y sin piedad desde que se casó con el otro General, ese don Antonio López de Galarza. ¿Todavía se acuerda cómo descuartizaban a los indios y mandaban a poner los cuartos de sus cuerpos plantados en palos a las entradas de los pueblos de toda la provincia para amedrentarlos a que no hiciesen levantamientos? Yo creo que sí se merece usted que permanezca sin poder cerrar la boca, chorreándole lodo podrido en vez de babas. ¿Ya ve que de nada le sirvieron las 400 misas que dejó pagando para que se le rezaran por su alma?
¿Se acuerda de la fortuna de cien mil pesos de dote que usted llevó para la pesada carga de su matrimonio?, ¿los cuales gastó y dispuso su marido el dicho General? Y no conforme con eso, usted misma confiesa en su testamento que su padre don Juan de Vera le dio otros treinta mil pesos en diferentes ocasiones; y más los seis mil pesos que su padre dio al regidor Luis de Cabrera por la renunciación que hizo el dicho su marido de la venta del pueblo de San Andrés en los términos y faldas del cerro de Chimborazo; con más otros cuatro mil pesos que se despacharon a España para conseguir la merced de la compra de dicho pueblo de San Andrés.
Yo sé que hasta ahora se arrepiente de lo que usted misma le entregó sus bienes propios en “joyas de oro, botonaduras veneras de diamantes y esmeraldas, plata labrada y esclavos, y otros veinte mil pesos”.
¿Se acuerda todavía de los 3.700 pesos que el señor inquisidor don León de Alcapraga le dio a su marido don Nicolás en la ciudad de Panamá? Sus memorias son su condena... (O)