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Ecuador, 22 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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Punto de vista

Hay crisis de la identidad transcultural y es preciso asumir la ecuatorianidad

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Ahora reflexionemos sobre esta afirmación: “sí es posible una ecuatorianidad dentro de un país heterogéneo, pluricultural, multiétnico”. ¿Cómo está la ecuatorianidad en un otavaleño, un salasaca, un saraguro, en un waorani, un cayapa, o en cualquiera de las nacionalidades reconocidas por el Estado? ¿Cómo es la ecuatorianidad en un afro esmeraldeño, en un afro guayaquileño, o en un afro imbabureño? ¿Qué de ecuatorianidad tiene cada grupo?. Lo que sacamos en claro es que estamos frente a tres cosas distintas: identidad vista desde la nacionalidad que es un hecho cultural; la nacionalidad desde su posición socioeconómica;  y la identidad desde la perspectiva del Estado, que es un tema político.

La ecuatorianidad en los grupos étnicos es un palimpsesto, un ropaje, un barniz identitario que tiene por dentro elementos que pululan por visibilizarse en una delimitación territorial y a lo largo de la historia. ¿Será esta una forma de entender el mestizaje? La ecuatorianidad por estratos sociales, tiene mucho de la carga impartida por la educación, por la autoilustración y por la criticidad de sus usuarios y beneficiarios. La economía interfiere transversalmente en las culturas vernáculas, en los mestizos y afrodescendientes y en las clases de poder. Con acceso a la educación cambian las concepciones ingenuas y se pasa a una selectividad.

Según la antropología hay que mirar todo como diferencias, aunque tengan influencias alienantes debido a los contactos grupales. Es como si se tratara de sentir el alma nacional en una música con arreglos sinfónicos y a la vez distanciada de las versiones primitivas. La ecuatorianidad vista desde la perspectiva del Estado es pendular y por ello puede ser peligrosa. Los Estados son fabricantes de nacionalismos según las posturas ideológicas de quienes llegan al poder. Sus allegados imprimen las huellas de su formación, concepción y determinación. El Estado imprime modelos comportamentales que pueden llegar a ser exageradamente teatrales y hasta grotescos: Abdalá y Fujimori, disfrazados con ponchos y capuchones del Puno, comen cuy a orillas del Titicaca. Dos farsantes de la política latinoamericana representando extraviadamente las esencias extrañas a su ética cívica. El oriental japonés con el ‘turco’ libanés americanizandos con cuy las fortunas de sus ingenuos electores.

El Estado difunde planificadamente lo que quiere, por ejemplo, dentro de políticas editoriales, contenidos y autores que son de sus círculos de allegados. Los pedestales están llenos de santos del civismo prefabricado. Muchos perversos son nuestros más recordados prohombres, son los más biografiados, maquillados, abrillantados modelos en los cuales vemos cristalizada nuestra ‘identidad’ masificada. Muy largo sería detenerme a ejemplificar, puesto que pueblo por pueblo, donde se forjan los constructos elementales, los ídolos de barro que podrían quedar derrumbados ante someros análisis, son innumerables.

Aprendimos a amar la lengua peninsular con sus algarabías árabes y a muchos nos encantan las palabras vernáculas, por las cuales reconocemos a los tsuntsu-nihuas de pies descalzos, o a las tsilinquitsas que por jóvenes andan moviendo el rabo como lagartijas pantsaleas. Los tsotos de carne de las sopas se los ve caminando cada vez más empequeñecidos como metáforas en los descriados. Como ecuatorianos mestizos, chagras, nos gusta ponernos, para el frío, un poncho de lana, y de cuello, sobre un vestido con corbata. Por mestizos podemos sentarnos a comer en un mercado y no tener prejuicio de no estar siempre en algún local ‘exclusivo’, que más bien debe llamarse excluyente, buscando platos italianos o franceses. Nuestra ecuatorianidad está también en admirar a los nuestros: a un Adoum, a Eliecer Cárdenas, a un Julio Pazos, a una Alicia Yánez por lo que escriben. A un Montalvo, a un Alfaro, por sus vidas y sus muertes. Es algo nuestro de ecuatorianidad: Galápagos, Quito, Cuenca, el Yasuní, el Cotopaxi, los Llanganates, el puente sobre el río Guayas o el de Bahía de Caráquez.

Nos dan ecuatorianidad las orquídeas, las mariposas del Oriente, sus aguaceros. Nuestra ecuatorianidad la sentimos con los flujos humanos de la historia, porque tenemos de indígenas que vinieron en avalanchas desde el Tahuantinsuyo con el incario, y por eso nos emocionan los huaynos o las sayas bolivianas. (O)

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