Punto de vista
Estados Unidos, Rusia y la Tercera Guerra Mundial
La guerra es el destino. Es el peregrinaje al abismo. Caminar sobre la cornisa de sus altos rascacielos. Ver cómo se pinta el cuadro de la trashumancia social. El carácter demencial de la globalización imperialista determina este destino. Lo deshumaniza. La guerra, en efecto, es un acto aberrante de deshumanización, y no conoce corolario, más que el de la muerte de los trashumantes.
Siria es el epicentro de este escenario, ahora con mayor trascendencia después del sorpresivo ataque de Estados Unidos a la base aérea de Shayrat, perpetrado el pasado 7 de abril de 2017 en la provincia de Homs, con el argumento de que el gobierno del presidente Bashar al-Ásad ocultaba arsenales químicos en ese lugar y que los mismos fueron utilizados para atacar a su propio pueblo días atrás. Cuestión que no ha quedado clara ni ha podido todavía comprobarse taxativamente, por lo que continúan las investigaciones.
Pero el cielo y la tierra no son lo único que se enciende. También la memoria histórica de una lección que evidentemente no quiere ser aprendida y jamás será aprendida por el establishment imperial que intenta mandar desde el Pentágono y la Casa Blanca los destinos del mundo. Y esa lección es la de las supuestas armas químicas o de “destrucción masiva”, cuyo argumento sirvió para justificar la invasión a Irak en marzo de 2003 y sacar del poder a Saddam Husein, destruyendo el país a partir de aquí e incubando el monstruo del Estado Islámico (Dáesh) que se encargó -y se encarga- de hacer el trabajo sucio que los oficiales y soldados no harían. Algo que el mismo Donald Trump reconoció durante la campaña presidencial de 2016. A Irak y a Husein nadie los defendió cuando George W. Bush les lanzó su “guerra preventiva”. Con Siria y al-Ásad intentan hacer exactamente lo mismo, con la diferencia que ahora sí tienen a un actor de peso que los resguarda y que inclina la balanza del concierto internacional. Y este actor es Rusia.
Ahora bien, podemos señalar otras arenas donde habitan los conflictos bélicos: el este de Ucrania, Irak, Afganistán, Libia, Corea del Norte, Palestina, Osetia del Sur, Abjasia, Kosovo, Chechenia, Filipinas, entre otros tantos rincones del planeta. Es la continuidad de la Guerra Fría, pero con variaciones en el tablero geopolítico. Ya no tenemos a la URSS, pero tenemos a Rusia revitalizada en este cuarto de siglo, a una China que es potencia en todos los escalafones y a un Occidente reordenado desde la caída del Muro de Berlín (1989) con la aparición de la “Europa unificada” bajo la coordinación hegemónica del Tío Sam. Antes la periferia de la guerra este-oeste se ubicaba en Corea, Vietnam, Argelia, Angola, Congo, Afganistán, América Latina. Ahora los misiles han cambiado relativamente su curso. Se han corrido hacia otras latitudes geográficas, como hemos visto, y ese lugar donde sube la temperatura, la intensidad beligerante que lo hace un polvorín a punto de hacer volar una región entera y desatar una guerra a gran escala en este siglo XXI es Siria.
El Dáesh (financiado y entrenado por la CIA y el Departamento de Estado norteamericano) cumplió el principal objetivo de toda guerra: desestabilizar la región y generar las condiciones para la intervención militar de dos de las grandes potencias imperialistas contemporáneas y ponerlas frente a frente en este escenario por la hegemonía. Esto pudo haber pasado tranquilamente en Ucrania -un contexto aún más sensible que el sirio-, Osetia del Sur o, Corea del Norte, donde el comando del pacífico estadounidense ha movilizado hacia aguas del sur de China una flota aeronaval encabezada por el portaaviones nuclear USS Carl Vinson lista para atacar Pyongyang apenas concluyó el ataque en Siria. A priori, tenemos dos focos de conflicto: uno en ciernes, el otro con un alto grado de evolución.
Sin embargo, las circunstancias provocaron la participación de Moscú en los acontecimientos de Medio Oriente, con recelo, desde luego, de Washington. El Imperio que ocupó por más de quince años la región ya no acampaba solo. El Dáesh allanó el camino para que las dos armadas más poderosas del mundo coincidieran y el frágil equilibrio que mantenía estable la zona de conflicto parece haberse roto.
En Medio Oriente, y más precisamente en el país gobernado por al-Ásad, ya no podemos hablar de hipótesis de conflicto como plantea la teoría militar clásica. Hay un conflicto armamentístico a todas luces por la hegemonía global entre dos de las principales naciones con poder de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que es nada más y nada menos que la antesala de una guerra inminente. Aquí viene la pregunta obligada: ¿la situación en Siria desencadenará la Tercera Guerra Mundial? ¿El ataque a Shayrat -que además funcionaba como base de operaciones del Ejército ruso en el país- es el preludio de una guerra al mejor estilo Pearl Harbor?
Siguiendo la lógica interimperialista no hay duda que sí. ¿Cuándo? No lo sabemos a ciencia cierta, pero el bombardeo efectuado por Estados Unidos, bajo las órdenes del anónimo -no tan anónimo- Complejo militar-industrial, vaticinan el proemio de esta posible conflagración. Ni siquiera de Trump como determinación propia, sino del complejo que domina la política tanto externa como interna del gran país del norte. Es el corazón del Imperio. ¿Cabe alguna duda de esto? ¿Alguien puede refutarlo?
Todos los presidentes hasta ahora conocidos han seguido al pie de la letra el libreto del Complejo militar-industrial. Han sido títeres políticos del poder real y Trump no es la excepción a esta regla a pesar de su comportamiento volátil e impredecible. Lo que puede hacer su conducta es acelerar el proceso, que es lo que está ocurriendo por estas horas. Cuando Trump dice: “hago un llamado a todas las naciones civilizadas a que nos acompañen a poner fin a la carnicería en Siria” o “Corea del Norte busca problemas”, quien habla es el Complejo militar-industrial. Nadie imagina al pato Donald rebelándose a la autoridad del ratón Mickey o de Disneylandia. Sería inconcebible. En el fondo, Trump no es diferente a su predecesor Barack Obama, los Bush o los Clinton. Tiene un rostro deshumanizado, sin duda. Como el de la misma guerra.
Veamos. Persisten guerras en todas partes. Hay una continuidad de las guerras pasadas que encumbraron el siglo XX, porque los intereses son los mismos y siempre serán los mismos. La geopolítica, en este sentido, es casi una ciencia exacta, o la historia se convierte en la ciencia exacta que define el cómo y el por qué de este acontecimiento que es la guerra. La guerra es un acontecimiento político. El más crucial y significativo de todos. Es la representación carnal de la “Realpolitik”. Caminos en las alamedas de la teoría burguesa de la guerra de Clausewitz y la revolucionaria de Lenin y Mao. Entre “la nación en armas” y “la guerra prolongada”.
Estamos transitando el epílogo de esta “Segunda Guerra Fría” iniciada con la invasión al Golfo Pérsico en agosto de 1990 y vislumbrando en un horizonte apocalíptico el comienzo de la Tercera Guerra. Asimismo, podemos sostener que la Guerra Fría jamás llegó a su culminación o, lo que es peor todavía, que la guerra como fenómeno nunca cesó su derrotero. El proceso actual está anclado en la discontinuidad de la historia. A diferencia de las guerras anteriores que devastaron el siglo XX, los acontecimientos aún no encendieron la mecha de la gran guerra de esta centuria. Empero, el fuego que se dispara -fundamentalmente por el lado de Estados Unidos- para prenderla es una amenaza para toda la humanidad, para decirlo de un modo solemne. Un hecho indubitable e impostergable para la atención universal.
La tensión entre Moscú y Washington comienza a desarrollarse a partir de este episodio y despliega un doble proceso de inestabilidad: 1) bilateral donde se resquebraja la relación entre ambos países; y, 2) de seguridad sobre la región y el mundo. Esta situación constituye el punto más crítico desde la contingencia nuclear durante la lucha soviético-estadounidense, y resurge dentro del marco de una alianza fallida. Las operaciones militares conjuntas siguieron adelante hasta el repliegue de las fuerzas del Dáesh y los rebeldes sirios en el territorio de Alepo que tuvo como consecuencia la recuperación de la ciudad por parte de Damasco el 12 de diciembre de 2016. No obstante, el control político de Siria y, por consiguiente, de la región agudiza esta tensión que no es otra que la exacerbación del juego por el orden mundial.
En este contexto de tensión, la flamante bomba GBU-43 “no nuclear”, no en vano bautizada como “la madre de todas las bombas”, que fue arrojada en Afganistán el 13 de abril último es una advertencia al Kremlin -y por supuesto a Pekín- del poderío belicista estadounidense comparable desde el punto de vista simbólico con las bombas de Hiroshima y Nagasaki arrojadas en agosto de 1945 durante la Segunda Guerra Mundial, con las que el Imperio mandaba un mensaje también a los rusos sin contemplar demasiado su alianza contra el Eje Nazi-fascista. La Guerra Fría se disputaba subrepticiamente durante el conflicto armado y algo parecido vuelve a repetirse, esta vez con el terrorismo yihadista como bandera oficial. Sin embargo, esta misma lucha se convierte en el teatro de operaciones para exhibir su poderío y dejar claro quién es el que manda como pasó en el final de guerra con Hiroshima y Nagasaki.
La alianza ruso-estadounidense parece que no prosperará, efímera como el idilio entre Putin y Trump que acabó antes de lo esperado. La conformación de un nuevo bloque histórico se disolvió en el aire. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, escribieron en 1848 Marx y Engels al comienzo del Manifiesto comunista. La paz y la diplomacia mundiales son eso sólido que se desvanece en el aire. (O)