El soliloquio de las sombras
Soy un hombre muerto que vengo caminando con una suma de sombras. Solo podrán verme quienes hayan oído algo de mi paso por esta tierra, que es para mí, como página de una escritura corrugada y evaporada por el paso de los siglos. Vuelvo cada vez que a alguien se le ocurre desenterrarme de entre los laberintos de los primeros momentos de la conquista de América. Como muchos, yo también hice aquí mi nido, juntando nuestras pajas de odio con plumas de esperanza. Voces extrañas me han dicho que las sombras se me superponen como cuerpos volátiles mientras vuelvo por el camino polvoriento de las cercanías de Jambato (Actual Ambato).
Me he sentido envuelto en huracanes que dispersaban las despavoridas hojas errabundas de los árboles del miedo. Vuelvo de algún lugar donde el olvido reapertura sendas para el escabroso recuerdo. Si han de imaginarse lo que soy, deben saber que tengo la certeza de no poder abandonar mi armadura y mi condición de cabalgante. Rostros difusos de la memoria me han dicho que a ratos yo era algo como una chatarra que evidenciaba el óxido de mis audacias, las que se escondían en mi rostro dentro de un casco con quijadera.
Por momentos, según parece, me han alucinado vislumbrándome como una fugaz calavera recién levantada de una tierra amarillosa, revertida de mi propio espanto y apelmazada por la indiferencia de la comarca. ¿No se han dado cuenta que después de mi muerte llevo varias sombras proyectándose tras de mi memoria? Algo así es lo que a ratos puedo decir sin encontrar a nadie.
Sombras de la muerte
¿Me creen demente? Está bien. Sin embargo pongan atención a lo que voy a contarles como descargo de mi conciencia. No hay duda: un hombre muerto es una suma de sombras, es lo primero que debo advertirles. Por eso tengo caras para todos los ojos.
Tendrán que ir evidenciando cada una de mis formas, ahora que me he plantado a pregonarles mis alucinaciones desde mi propia calavera. Cada sombra tiene su propio cráneo; es decir, su propia historia que es con la que regresa a reivindicarse del olvido. Así es como retornan a mi encuentro, a mi útero difuso. Es lo que tengo que decirles con resignación. No ha sido fácil para mí ocultar o espantar a algunas de ellas, siendo que se han proyectado de mi propia esencia. Las sombras dependen de los que manejan la luz.
Por eso a veces soy audaz, otras veces soy héroe, o soy perverso. ¿Se dan cuenta que casi da lo mismo?.
En mi juventud era la Ambición la que hacía sus mezquindades a otras de mis sombras. Deben saber también que llevo proyectadas las que han sido mis virtudes: Astucia, Fidelidad; y aunque no lo crean, también la Modestia y la Vanidad.
Soy la memoria de Antonio de Clavijo
Es posible que ya viejo, yo que ahora soy una de las memorias de Antonio de Clavijo, haya muerto en 1610, tal vez en Jambato, porque algunas escrituras de mi familia revelan que los Clavijo teníamos nuestra residencia en este asiento, a orillas de un río grande que lo fui metiendo entre mis venas. Reposé en medio de montañas que amé, como si fuesen mujeres que suavizaban mi tristeza. Yo mismo no les puedo hablar con claridad ni sobre mi nacimiento ni sobre mi muerte, porque esa memoria pequeñita que dije se llamaba Modestia, se me ha ido con las fechas, a las que yo nunca les prestaba importancia en el pasado.
¿Cómo es el ego de los gusanos? ¿Por qué hay tanta indiferencia de los que manejan mi memoria?
Si me quedé por aquí, debo estar sepultado debajo de tantos terremotos sacudidos por los dioses de los indígenas, entre ellos los montes Chimborazo, Cari-huaira-razu, Cashaguala, Tungurahua, Cotopaxi, Yagual-latac, Tsunantsa, Llimpi, Nitonlica, Puñalica, Saguatoa y Llanganatis. Seguro que me habrán puesto debajo del altar mayor de la primera iglesia de San Juan Bautista, hecha de adobes, más que de creencias.
Si me quedé por aquí, no sé por cuanto tiempo mi cráneo habrá durado junto al río que parecía un torrente de letanías con rezos desordenados, pagados a los curas para el descanso de mi cuerpo trotamundano, con haciendas que pasaron a ser mías. Mis huesos, de seguro ahora son piedras, como mis audacias y mis excesos, ante los ojos atónitos de los resentimientos. (O)