El invitado incómodo
Rafael Correa no aprendió nada de Velasco Ibarra si quería convertirse en el gran ausente. No esperó nada para regresar. Sus decisiones delatan la poca tolerancia para asumirse como un ciudadano que dejó el poder. No quiso ser una pieza más del museo que inauguró en Carondelet y optó por el protagonismo sin sopesar los efectos del juicio contra su amigo, Jorge Glas, el obstinado esfuerzo de sus fieles asambleístas para frenar al Presidente y las encuestas que advierten un giro del país sin su liderazgo.
Pese a todo, abrazó a su amigo en la Corte Nacional de Justicia (CNJ) para reforzar en sus seguidores una serie de símbolos emocionales que cuestan asimilar en la opinión pública después de la avalancha de denuncias contra su exvicepresidente por presunta asociación ilícita en el caso de Odebrecht.
Estos símbolos de lealtad, de un héroe quijotesco que vuelve a luchar contra los molinos de viento como en el 2006, del personaje que trata de aglutinar en su entorno a los simpatizantes de la revolución ciudadana hacen de Rafael Correa un invitado incómodo.
Esta figura se ajusta perfectamente al traje del expresidente, porque su presencia enturbia el impulso que el actual Gobierno le está dando a la consulta, además su visita a Glas en la CNJ propicia un ring innecesario entre las funciones del Estado, pues coloca en un lado del cuadrilátero a los jueces que son el resultado de la arquitectura institucional de Montecristi y, al otro, a quienes tienen la idea de impulsar a futuro la eliminación del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, porque este organiza el concurso para seleccionar a los vocales del Consejo de la Judicatura, quienes a su vez seleccionan a los jueces de la CNJ.
El abrazo de Correa con Glas trae a la memoria otros hechos -con las debidas distancias del caso- como cuando visitó al exministro de Deportes, Raúl Carrión, en el entonces penal García Moreno, o cuando defendía a su primo, Pedro Delgado, o cuando festejaba con Carlos Pareja Yannuzzelli. (O)