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Punto de vista

El encuentro del mártir de las Américas san Óscar Romero con el Papa J. Pablo II

El encuentro del mártir de las Américas san Óscar Romero con el Papa J. Pablo II
11 de mayo de 2017 - 00:00 - Pedro Reino Garcés, historiador/cronista oficial de Ambato

Me cuenta un señor a quien llaman Iván Gallo, cosas que pasaban en Centroamérica, en unos países que eran campos de antiguas riñas. Me habla de un país sin nombre propio que se hacía decir El Salvador de unos, y de la opresión para otros. Pero no puedo resistir a sus prédicas de sangre y oigo: “Antes de que las ruedas de una tanqueta pasaran por encima del rostro del sacerdote salvadoreño Octavio Ortiz, un verdugo le había cortado el cuello con un cuchillo.

Los grupos paramilitares que respaldaban la dictadura del general Carlos Humberto Romero Mena, lo habían acusado de darle apoyo y de pertenecer a la guerrilla del Frente Farabundo Martí. Con Ortiz, eran cinco los religiosos asesinados en 1979 bajo la consigna: Haz patria, mata a un cura”. Seguro que ahora el General Romero debe estar a la diestra del Paráclito que lo sabe todo, hasta las intenciones. Se está pudriendo desde el 27 de febrero de 2017. Se fue cargados sus casi 93 años. Se ha ido a juntar a otros santos varones como Porfirio Díaz que maltrató a  México por 35 años; al general Maximiliano Hernández de El Salvador que asesinó a unos 20.000 indígenas y campesinos.

A Anastasio Somoza (padre), de Nicaragua, que se hizo uno de los más ricos del continente. Al general Juan Vicente Gómez, de Venezuela que gobernó a su país por 27 años reprimiendo estudiantes. A Leónidas Trujillo que gobernó a la República Dominicana desde 1930 hasta su asesinato en 1961, con un saldo de más de 50.000 asesinados. Al general Jorge Rafael Videla, especialista en la guerra sucia de Argentina, un mago que hizo desaparecer 15.000 personas bajo su gorra militar. Al general Alfredo Stroessner que amparó a los nazis en el Paraguay y que se quedó en el poder 35 años. Al general Efraín Ríos Montt que exterminó centenares de aldeas mayas en Guatemala y que se lleva la gloria de haber desaparecido y asesinado a unas 200.000 personas. Al general Manuel Noriega, el tirano de Panamá que avergonzó a los propios Estados Unidos por narcotraficante y agente de la CIA.

Al general Augusto Pinochet fanático de los estadios, experto en desapariciones, torturas y masacres que no han podido ser contabilizadas a lo largo de todo Chile, ni fuera de él.  Me impresiona el general Romero con su cara de muerto fresco, ceñido con banda presidencial, la que siempre ha significado el reinado de los déspotas, más que de gente ilustre. Con la boca semiabierta quedará por siempre mostrando hileras de dientecillos filudos, con los que masticaba un odio incomprensible. Por ahí hay restos de sangre de los estudiantes salvadoreños que masacró el 30 de julio de 1975 en la Av. Norte de San Salvador cuando era Ministro de la Justicia y de la Seguridad Pública. Algo de esta biografía se había ilusionado en contarle al Papa el obispo Óscar Romero, para lo cual hizo su viaje a Roma. Cuenta Iván Gallo: “Monseñor Romero llegó con cita confirmada  al despacho papal pero no fue recibido.

Los ayudantes del pontífice se las arreglaron para que la reunión no se diera. “Ya debes saber que el correo italiano es un desastre” fue la frase que le dieron como excusa. Le cerraron todas las puertas en su cara. Sin resignarse a regresar al Salvador sin haber hablado con Juan Pablo II, monseñor Romero hizo la tarea como cualquier feligrés que viaja a Roma a conocer al Papa: madrugó el domingo para estar en primera fila en la plaza de San Pedro a la espera del saludo.

Cuando le llegó el momento de darle la mano simplemente le dijo: “Soy el arzobispo de San Salvador y necesito hablar con usted”. Sin otra salida, el Papa le concedió la audiencia para el día siguiente. Monseñor Romero colocó sobre la mesa del despacho una caja con los documentos e informes que revelaban los abusos, las calumnias, la campaña de difamación que el gobierno del general Romero Mena había emprendido contra la iglesia salvadoreña. Impaciente, casi despreciativo el Papa le responde: – ¡Ya les he dicho que no vengan cargados con tantos papeles! Aquí no tenemos tiempo para estar leyendo tanta cosa. Monseñor Romero soportó todo. Las amenazas aumentan hasta que su círculo íntimo decide  limitar sus misas al oratorio del hospital para cancerosos La Divina Providencia. El 24 de marzo de 1980, tres meses después de haber estado en el despacho papal, un francotirador, en plena homilía, le revienta de una bala el corazón”. (O)

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