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Ecuador, 26 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo

Guayaquil, la culpa es tuya

Guayaquil, la culpa es tuya
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El primer recuerdo de Guayaquil lo tengo a los cuatro años (nací en 1973), de la mano de mi padre y en la tienda de la esquina (calles Machala y Luis Urdaneta), comprando leche en botellas de vidrio. Evoco mi alegría cada vez que salíamos de la casa de construcción mixta en la que vivíamos, la cual ya no existe, pues como muchos inmuebles añejos, no resistió al embate del fuego.

Me gustaba el ruido del centro, sobre todo de los buses que llegaban y salían cada 15 minutos del solar vecino. Allí quedaba la estación de la cooperativa Reina del Camino y había un intenso movimiento de carga y pasajeros. Pasaba el día en casa de mis abuelos, nuestros vecinos, rodeado de gatos a los que perseguía y con música clásica e instrumental de fondo. Sin embargo, fue en el arrebato del ritmo donde descubrí la primera de mis pasiones: la Salsa, por culpa de un cassette Phillips, color crema y de letras verdes que mi papá escuchaba, cuyo lado B incluía la canción “Ansia” de Ralphy Santi: “tengo ansia de quererte siempre y besarte locamente”.

Mi primer Guayaquil fue el del ritmo, la locura, el estrépito, los gritos y las peleas callejeras; luego, seguiríamos la ruta del sur y llegaríamos a una ciudadela que había construido el Banco Ecuatoriano de la Vivienda. Eran tiempos de bonanza petrolera para el país y de modificaciones en el tejido urbano del puerto. Recuerdo de esos años la brisa del Estero, los pescadores y sus canoas, la resbaladera y el guinguiringongo. En esos retirados atardeceres, bajo la sombra de una acacia y rozado por la saliva del manglar, sentí la voz de la poesía. Pero muy pronto, en un parpadeo casi, manos codiciosas borraron el paisaje: “La usura del mar barre castillos/ decía mi abuela, mientras legiones/ de manglares/ crecían en su piel”.

Ella vivía con nosotros y quizá porque sabía que el tiempo le venía corto, me contaba historias del Guayaquil de inicios del siglo XX, como intuyendo que yo podía, en algún momento, atesorarlas, macerarlas y exponerlas. Sé que en medio de esas interminables charlas, en la habitación de mi abuela Rita, descubrí mi vocación de historiador. Allí escuchaba, preguntaba, intuía detalles, conjeturaba y tomaba apuntes que luego me llevaban a investigar más, en los viejos libros de historia y geografía que heredé de mi abuelo Manuel y en mis primeras incursiones por los archivos de la ciudad.

Temprano comprendí que Guayaquil me marcaría en mis pasiones y en mis sosiegos, en mi lucidez y en mis delirios, y en esa manía inevitable de escribir, como la ría en su reflujo, el paso de la saudade por mi frente. 

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