Príncipe del desierto, una historia de poderío bien contada
El príncipe del desierto (Black Gold, 2011) viene a desarrollar la historia del personaje del príncipe Auda, líder de las tribus revolucionarias. Personaje que, en Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), interpretó Anthony Quinn.
Auda y su hermano Ali son entregados por su padre, el sultán Amar (Mark Strong), al sultán de la tribu contrincante Emir Nesib (Antonio Banderas) como forma de sellar un pacto territorial: El cinturón amarillo no sería de nadie. Cuando un grupo de texanos arregla la explotación petrolera de la zona con Nesib, comienzan los conflictos con la tribu enemiga.
Auda y su hermano quedan en medio de la disputa territorial y deberán tomar decisiones trascendentales para uno u otro bando.
El nuevo filme de Jean-Jacques Annaud (El nombre de la rosa: Siete años en el Tíbet) viene a retomar la tradición épica de batallas libradas en el desierto, que supo tener su punto cumbre con la película de David Lean, Lawrence de Arabia en 1962.
El personaje Auda, aquí interpretado por Tahar Rahim, dista del enaltecido por Anthony Quinn. Mientras que aquel personaje se caracterizaba por su rudeza y costado salvaje para contraponerse al civilizado –y afeminado- Lawrence de Peter O’toole, el protagonista de El príncipe del desierto es un personaje bueno y noble. El filme comienza tiempo antes de los sucesos desarrollados en Lawrence de Arabia, y mostrará cómo el príncipe Auda se convertirá en líder revolucionario.
La película que tiene lapsos muy bien logrados, no llega a desarrollar algunos temas puntuales que transita, pero deja en la superficie. Temas quizás más interesantes que el conflicto de lealtades y traiciones entre tribus que plantea.
Cuestiones como la invasión de occidente y sus quiebres en la cultura oriental a partir de la comercialización del petróleo (el oro negro del título original), quedan relegadas a lo anecdótico. La cinta menciona el conflicto en lo discursivo, pero rápidamente pasa por alto el tema.
Estas decisiones temáticas marcan la diferencia entre un buen filme y uno grande, ligándose El príncipe del desierto a la primera de las opciones y, perdiendo la oportunidad histórica -cinematográficamente hablando- de dejar la huella en el desierto, pero si en la industria.