Lloverá siempre sobre la tumba de Onetti
“Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla. Hay en esta ciudad un cementerio marino más hermoso que el poema. Y hay o había o hubo allí, entre verdores y el agua, una tumba en cuya lápida se grabó el apellido de mi familia. Luego, en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento, iré a ocuparlo con no sé qué vecinos. La losa no protege totalmente de la lluvia y, además, como ya fue escrito, lloverá siempre”.
Así concluye ‘Cuando ya no importe’, la última novela de Juan Carlos Onetti, editada un año antes de su fallecimiento, acaecido en Madrid el 30 de mayo de 1994.
Este viernes habrá transcurrido dos décadas del adiós. Su obra, frente al barrunto desencantado del autor, quedó consolidada desde hace tiempo como capital en la literatura latinoamericana; más aún, en la Literatura del siglo XX, concebida sin fronteras culturales ni lingüísticas.
“’¿Qué va a importar dentro de veinte años lo que escribe Onetti? ¿Quién va a leer a Onetti dentro de 30?’, me decía al final. Y eso él lo sentía de veras. Creo. Bueno. También lo discutimos”, comentó a El Mundo Dorothea Mur, su viuda, que hace unos días regresó de Buenos Aires y participará en distintos homenajes.
A punto de cumplir los 89, Dolly evoca con asombrosa precisión, sin concesiones a un vano sentimentalismo, la figura del escritor uruguayo.
Juan Carlos Onetti encontró en ella, su cuarta esposa, una razón definitiva para continuar la plasmación de ese mundo desasosegado, pútrido, oscuro, tenebroso, y plagado a la vez de una inmensa belleza, que despega en 1939 con la publicación de su primera novela, ‘El pozo’.
“Nunca lo dijo, pero se sentía profundamente dolido por la falta de reconocimiento. En mi opinión, no le dieron el Nobel porque era demasiado bueno”, comenta Ramón Chao a ese periódico en conversación telefónica desde su domicilio en París.
A él debemos ‘Un posible Onetti’ (Ronsel), fruto de las largas conversaciones que mantuvieron pocos años antes de su deceso, testimonio monumental del hombre y su concepción trágica de la vida, del escritor y su única pasión inquebrantable, la literatura.
El mayor espaldarazo a su obra fue la concesión del Premio Cervantes de 1980. “Empezó a publicar casi al mismo tiempo que Borges, que era 10 años mayor que él, pero su notoriedad permaneció restringida a pequeños grupos de amigos y devotos lectores provinciales, y los jurados de los premios tendían a dejar sus libros en el segundo o en el tercer puesto. Onetti, en Argentina y en Uruguay, fue el segundón de mediocridades que se han borrado con el tiempo, el ‘underdog’, como dicen en Estados Unidos, el que se queda atrás aunque está a punto de brillar y parece que va a tener que resignarse para siempre a una posición oscura y subordinada”, escribe Antonio Muñoz Molina en ‘Cuando Onetti. Fragmentos de un libro futuro’, boceto de una biografía aún inconclusa.
Célebre es el segundo lugar en el premio Rómulo Gallegos de 1966, superado por ‘La casa verde’, de Mario Vargas Llosa, que convirtió el discurso en la ceremonia de entrega en un sincero homenaje al uruguayo. Onetti, que competía con ‘Juntacadáveres’, una de las novelas del ciclo de Santa María, bromeó después admitiendo que difícilmente podía haber obtenido el principal galardón, pues su burdel, a diferencia del recreado por el hoy premio Nobel, “no tenía orquesta”.
Sin pretenderlo, Juan Carlos Onetti vio cómo alrededor de su vida voluntariamente pudorosa y solitaria, libre de la vanidad intrínseca a la mayoría de los escritores, se iba construyendo un singular arquetipo a partir de esa determinación por mantenerse alejado del mundo exterior, a salvo de cualquier elemento que pudiera perturbar su absorbente vocación de leer y escribir.
“Era una persona muy cariñosa, llena de afecto. Destacaría también su inteligencia, su bondad, su complicidad”, comenta Ramón Chao, quien pronto se convirtió en uno de sus mejores amigos, hasta el punto de recoger en su nombre un premio entregado en Roma y de escribir su obituario por anticipado.
“Me lo pidió Le Monde. Fui a su casa con él ya redactado para que lo viera. ‘No, chico, no lo quiero leer. Si lo has hecho tú, está bien’, me dijo. ‘¿Puedo añadir, entonces, con el acuerdo del finado?’, le pregunté. ‘Claro, pon lo que quieras’. Pero era demasiado humor negro para un periódico tan serio y no lo quisieron agregar”, comenta Chao.
Fue él uno de los afortunados que llegó a disfrutar de primera mano de la esencia del artista, trascendiendo su reputación de hosquedad y misantropía, los lugares comunes que fueron tejiéndose en torno a Onetti, especialmente a partir del exilio en Madrid y de la voluntaria reclusión en el célebre octavo piso de la Avenida de América número 31.
Nacido en Montevideo el 1 de julio de 1909, hijo de Carlos Onetti, funcionario de aduanas, y de Honoria Borges, de origen brasileño, escribió El pozo con 22 años, si bien la primera versión se extravió y solo pudo publicarlo muy modestamente varios años después. Antes, el 1 de enero de 1933, apareció en el diario La Prensa, de Buenos Aires, su primer cuento, ‘Avenida de Mayo Diagonal Avenida de Mayo’.
Mantuvo su intrépida vocación entre distintos oficios con los que a duras penas salir adelante: vendedor de neumáticos, cantinero, ayudante de dentista. “Juan pasó hambre en sus años jóvenes, en Buenos Aires. Cuando alguien le invitaba a cenar junto a su mujer, ella hurtaba sigilosamente algún pedazo de pan para el desayuno del día siguiente. Su esposa apenas podía moverse muchos días, permanecía acostada por la falta de sustento”, nos cuenta Dolly durante el dilatado encuentro mantenido en el Centro de Arte Moderno de Madrid, un pequeño gran santuario del escritor, donde se celebran desde principios de año distintos actos de homenaje y que edita el viernes una edición limitada de la fotografía del encuentro entre Onetti y Borges.
Aquellos angustiosos días, con apenas 24 años, casado con María Amalia y ya padre de un hijo, le impregnaron de un pavor del que ya nunca pudo desprenderse. “Incubó miedo, pánico al futuro. El Premio Cervantes fue para él tener la heladera llena”, añade Dolly.
De otro modo, así lo confesó el propio Onetti nada más conocerse que era el galardonado en 1980, ante las preguntas de los periodistas que aguardaban alguna frase teñida de lirismo.
- ¿Qué supone para usted recibir el premio? Diez millones de pesetas. Así contestó el escritor sorprendiendo al mundo. No había en aquellas palabras francas desdén alguno, como quedó claro en el agradecido discurso ante el Rey Juan Carlos, sino la admisión pública de su tranquilidad por lo que suponía una garantía de supervivencia. Dolly, “ignorado perro de la dicha”, como reza la dedicatoria en ‘La cara de la desgracia’, uno de sus mejores cuentos, iba a tener así un futuro sin quebrantos económicos cuando él ya no estuviera.
“En el hospital, media hora antes de morir, estaba leyendo. Tenía entre las manos un cómic argentino. Mientras lo dejaran leer, era un buen enfermo”, rememora Dolly, “veladora de cada uno de los días de Onetti, esa última y definitiva mujer sin la que muy deficientemente se puede entender la vida de un escritor”, en palabras de José Manuel Caballero Bonald en el prólogo de sus Obras Completas (Galaxia Gutenberg).