David Bowie, el alienígena que venció el tiempo
En una de las escenas más famosas de El hombre que vino de las estrellas [The Man Who Fell to Earth, 1976], la película de Nicolas Roeg, aparece Thomas Jerome Newton, el alienígena interpretado por David Bowie (1947-2016), mirando hacia una docena de televisores apilados uno encima de otro. La secuencia provocó una reflexión en el crítico musical Simon Reynolds, quien sostiene —en el libro Retromanía. La adicción del pop a su propio pasado, 2011— que “esa imagen —el ser superavanzado capaz de asimilar todas esas corrientes de información separadas pero simultáneas— parece un emblema potente de hacia dónde se dirige nuestra cultura”.
Más allá del final de la película —en que el personaje se queda varado en la Tierra, sumido en el alcoholismo y la producción de discos de culto—, Reynolds se pregunta: “¿Cómo habría sido la música de Newton (David Bowie) de haber establecido un paralelismo con la mirada saturada y sobrecargada con que observa los múltiples televisores?”.
Habría sido como el pop del siglo XXI, lo que Reynolds llama síndrome de lo ‘saturado/coagulado’ de esta época, una concepción que ve al pasado como ‘lo mejor’ y más digno de reciclarse, hasta su profanación y agotamiento. Aquella ecología-cultural —a la que parecen avalar las nuevas tecnologías e industria musical— va a contramano de lo hecho por David Bowie, un vanguardista en toda regla, que nunca dejó de renovarse.
El alien más humano
David Bowie falleció en Nueva York, Estados Unidos, a dos días de publicar su último disco, tras 18 meses de lucha contra el cáncer y luego de seis décadas de haber marcado la historia del rock con un eclecticismo que superó la estética y expectativas de la generación que vio iluminarse la Europa de posguerra.
El rock and roll y los matices de la beat generation, la atracción por el vitalismo afroamericano —al que no copió, a diferencia de otras superestrellas que aún enfrentan acusaciones de plagio—, la heterodoxia sexual y la experimentación musical fueron el combustible del irrefrenable Ziggy Stardust, personaje que inventó en 1972 y de quien otro crítico musical, Diego A. Manrique, describe sus superpoderes —en un obituario aparecido ayer, en diario El País, de España—: “Exploraba el mesianismo de las estrellas del rock y la ambigua atracción, mezcla de amor y odio, que sentía su público. Coincidiendo con la exuberancia de los estilismos del glam rock, Ziggy/Bowie agitó la bandera de la liberación personal, en indumentaria y sexualidad”.
A la década de los escenarios minimalistas que fue la de los 70, penetrados —en todas las dimensiones— por la luminosidad del alienígena, le antecedió una etapa mutante: la estética del mod se transformó en hippy, “hizo música camp, pactó con la industria de la música hasta el extremo de participar en los festivales de la canción tan populares en el (Mar) Mediterráneo, y volvió, sin ambages, al underground más radical”, enumera Manrique.
En constante diálogo con la humanidad que le circundaba, el extraterrestre contaba 22 años cuando consiguió su primer gran éxito con Space Oddity, publicada ‘astutamente’ —el adverbio es del crítico español— cuando el hombre llegaba a la Luna.
Los frutos comerciales sostuvieron una lúcida producción de Bowie, donde revelaba su interpretación de Bob Dylan, Velvet Underground y Jacques Brel.
Pero, más allá de eso, la estética del músico de los rostros mutantes le valió, durante el 40º aniversario del disco Ziggy Stardust, ser considerado el autor de la irrupción de la lúdica indefinición sexual en el rock.
En medio de la resaca de ese festejo, en junio de 2012, Manrique escribía, con la sobriedad del crítico: “Sumando sus discos de 1973, Aladdin Sane y Pin Ups, David consiguió inyectar una megadosis de adrenalina en el cuerpo fofo del rock de los primeros setenta”.
Más que una nave espacial
Se despidió viajando sobre su Estrella Negra [Blackstar], el álbum número 25 con la firma de David Bowie, en el que trabajó con músicos de jazz, extendiendo la estela de su afición por el saxofón. “Me sorprendió”, le decía el baterista Mark Guiliana a la revista Rolling Stone sobre su llamado a tocar con el alienígena. “Pero siento que él construyó su carrera y su identidad artística con base en la sorpresa. Tiene sentido, considerando quién es él como artista”, reía, satisfecho, antes del cumpleaños 69 de Ziggy/Bowie, el 8 de enero, día en que el mundo conoció su último destello.
En 2014, Bowie publicó un disco después de una década de silencio en que ni siquiera el cáncer que le cobró la vida hacía estruendo entre los músicos que siempre lo rodearon. El álbum de rock relativamente tradicional (para los parámetros de Bowie) se llamó The Next Day.
Blackstar tenía que ser distinto, de acuerdo a sus parámetros mutantes. “Escuchábamos mucho a Kendrick Lamar”, le decía el antiguo productor de Bowie, Tony Visconti, a Rolling Stone. “Terminamos haciendo algo que no tiene nada que ver con eso, pero nos encantaba el hecho de que Kendrick fuera tan abierto y que no hiciera el disco de hip hop clásico. Metió todo ahí, y eso es exactamente lo que queríamos hacer. La meta, en muchas, muchas maneras, era evitar el rock & roll”. David Bowie fue un iconoclasta de sí mismo, decidido a dejar que sus trabajos hablen por él.
“Él le dio nacimiento a la escena New Romantic —decía Visconti, antes de la noticia fatal, antes de los homenajes—. Rompe con los géneros, y no veo la hora de que salgan discos imitando a Blackstar”. (I)