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El Telégrafo
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Autorretrato de la hija de la metamorfosis que amó la vida

Autorretrato de la hija de la metamorfosis que amó la vida
22 de septiembre de 2012 - 00:00

Annapaola Bardeloni, actriz ítalo-uruguaya, integrante de la compañía Assemblea Teatro, hizo una sobria representación de la biografía de la pintora Frida Kahlo (1907-1954) en la obra Viva la vida!, en el Centro Cultural Simón Bolívar (MAAC CINE), de Guayaquil.

El libreto del monólogo de Bardeloni combina español y unas partes de italiano. Tres canciones sirven como plataforma en los altibajos emocionales del personaje: ‘Paloma Negra’, ‘Volver’, y ‘Llorón’.

Su cuerpo enmarcado habló, gritó y gimió sobre el dolor y la añorada muerte, en medio de su devoción por el hombre de su vida: Diego Rivera, el que le devolvió la fuerza para resistir las secuelas de aquel accidente, que la postró en una cama, inmóvil, llena de angustia y desolación.

A los 18 años, guiada por el destino subió a su coche “fúnebre” que la devoró y la comprimío, al ser embestido por un tranvía, transformándola en una “bailarina” hipócritamente cubierta de sangre y oro. “No tenía dolor porque me estaba alejando de la vida”, esbozó tras el recuerdo hiriente de aquel pasamano violador que atravesó su cuerpo desgarrando hasta su vagina, en septiembre de 1925. Ese día gritó a la “Pelona” ensordecida “¡Viva la Vida!” mientras era trasladada al hospital de la calle San Gerónimo donde le realizaron varias cirugías, antes de ser relegada a un “sarcófago de yeso y hierro”.

Ya en la casa Azul, de la calle Londres 126, pintó sin cesar su imagen, porque no tenía a nadie alrededor suyo, solo a la “Pelona” que se encarnaba en Frida, que le robaba la posibilidad de ser madre; cuatro veces concibió y cuatro veces abortó, “mi revolución será como los hijos que no tuve”, replicó la mujer entre el sinsabor de sus lágrimas y el deseo latente de poder descansar en los brazos de la muerte.

Invocando a la diosa azteca Coaticlue desde la representación de la degradación y descomposición de la tierra fértil.
Por ello se cuestionó, ¿cuál es el límite que diferencia el sufrimiento de la decencia? Si la vida es obscena y humillante, si solo con la morfina y el alcohol podía tolerar y aventurarse a enfrentar a Diego Rivera para que le diera un juicio sobre sus pinturas.

Así, cuando Frida aprendió a moverse con la habilidad de una renga, se acercó al Ministerio de Educación Pública para charlar con aquel muralista, de tendencia comunista y anarquista, de gran porte y contextura, quien quedó cautivo del sobreceja, “alas de gaviota negra”, de la nerviosa joven que tenía en su presencia.

En agosto de 1929, entre la negativa de la familia Kahlo, Frida y Diego se casaron pese a la advertencia de Guillermo, padre de la novia: “ella es inteligente y amorosa pero lleva dentro un demonio”.

“El elefante y la golondrina”, denominación de la prensa local, ataron sus vidas y compartieron el ajetreo artístico y político citadino e internacional hasta que Rivera dejó la Secretaría General del Partido Comunista, en octubre de ese año, para ir a “apacentar las cabras”, aunque seguía siendo la “esperanza del porvenir para otros”.

22-9-12-mix-teatro-asemble-02Frida tenía a Lenin, Stalin, Mao como ídolos, ella añoraba un mundo sin clases y con justicia social, no un México donde todos “son expertos en canibalismo”.

Como intermedio surgieron eventos extraconyugales, en la vida de ambos. Frida fue seducida por el “León” Trosky, el revolucionario de hierro a quien conoció en una visita a Tampico. Otro amor se dio con Isamu Noguchi, artista plástico estadounidense. En paralelo que se generaban involucramientos lésbicos que le permitieron a Frida olvidar sus cicatrices, heridas, su espalda reducida, “nunca sentí vergüenza ni me sentí una inválida”.

Mientras Diego se involucraba por incontables ocasiones con mujeres (algunas que no valían ni un ramo de flores) que incluyeron a la hermana de Frida: Cristina.

Ese descubrimiento, durante su estancia en “gringolandia”, ahogó en lágrimas y rabia a la pintora que se sentía traicionada por lo patético de su compañero, que pese a todo era su amor irrepetible, el único que la hacía suspirar por creerle que era la mujer más especial del mundo. 

Aquel que le daba el apelativo de troglodita por caer en el celo, “sentimiento tercermundista que estaba de más para una pareja cosmopolita como ellos”. En su dualidad, de amor y disgusto, Frida se cobijó en la morfina y el brandy sin olvidar su manifestación artística que ponía en relieve el arte popular mexicano, y que llenaba el espacio de los acontecimientos trágicos de su vida, uno de estos la llevó, en los últimos años, a someterse a una cirugía donde le amputaron su pierna derecha.

“He muerto mil veces intoxicada por los sueños”, exclamó al final, donde una atmósfera gélida quedó para contemplar las imágenes de sus pinturas proyectadas en las cortinas, ubicadas junto a la actriz, con una representativa canción popular, que conjuga el amor y el odio: “El que no sabe de amores, Llorona, No sabe lo que es martirio. Tengo una pena tan grande, Llorona, Que casi puedo decir, Que yo no tengo la pena, Llorona, La pena me tiene a mí”.

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