Vivir a las orillas de San Pablo es parte de un ritual
La yerba aún estaba mojada por la leve llovizna que había caído la noche anterior. Pequeñas gotas cristalinas se diluían bajo sus fuertes pisadas. Incluso el crujir de la yerba con cada paso era fácil de escuchar.
La prenda negra que lleva puesta no permite ver sus pies. Su caminata es corta y en segundos llega hasta el rezago de una laguna. Como si se tratara de un ritual, sumerge lentamente sus pies en el agua, que corre despacio y choca contra piedras y algas.
Mientras se sienta se afloja la faja, que da forma a su cintura, y los rayos del sol se reflejan sobre las lentejuelas que la adornan, que brillan como si se trataran del más fino diamante.
Yolanda Males tiene 33 años y siete hijos. Nació en la comunidad Araque, cerca a la laguna de San Pablo, en Imbabura, y nunca ha dejado su hogar.
Luego de remojar sus pies en las gélidas aguas del lago San Pablo, espera unos minutos y mira hacia el cielo para recibir algo de sol. La luz de las primeras horas de la mañana le dan un tono pálido a su rostro, pero en minutos recupera su color.
“Es hora de poner manos a la obra”, dice mientras se arremanga la chompa rosada que trae puesta. En sus brazos se mira las venas que sobresalen por la fuerza que hace al cargar una tina repleta de ropa. Algunos de sus hijos la ayudan a colocar el pesado bulto junto a ella.
De una funda saca un cepillo desgastado, un pedazo de jabón y detergente. Son las seis de la mañana y por el viento que sopla los pequeños se frotan los brazos intentando calentarse un poco. Luego de varios minutos, entre juegos y risas, se olvidan del frío.
Yolanda empieza por remojar sus manos con algo de agua y deja entrever dos anillos de oro en los dedos medio y anular. Han transcurrido veinte minutos y el color de sus pies no ha cambiado, sin embargo, su forma se desdibuja bajo la suave corriente del agua.
Saca la primera prenda de la tina y la remoja, sumergiéndola por completo en la laguna. Enseguida la enjabona y pasa el cepillo con fuerza por cada lado. La vuelve a introducir en el agua, la exprime un par de veces para eliminar el jabón y está lista para tomar la siguiente prenda.
Sin descuidar su labor, Yolanda cuenta que es más fácil lavar la ropa en la laguna que en casa, en la que le toma doble tiempo, porque se ayuda de un tazón para coger agua del tanque.
Ella siempre espera que la mayoría de ropa esté sucia para hacer un solo viaje, asegura. A pesar de los intentos para evitar empaparse por el agua, su chompa y su anaco ya se han mojado, por lo que cada cierto tiempo los exprime para que no le pesen y limiten su movilidad.
Mientras lava con esmero la ropa de sus hijos, su esposo y la suya, Yolanda relata que hace 10 años tiene agua potable en casa, que está a unos 15 minutos de distancia. En el sector hay ocho comunidades, Agato, Camuendo, Ariasuco, Quinchuqui, Compañía, entre otras. Ella recuerda que todos los habitantes del sector trabajaron día y noche para cavar la tierra y poner la tubería que les daría agua limpia para cocinar.
Los gastos corrieron de sus bolsillos y hasta ahora ellos son los administradores del sistema de agua potable del que se benefician más de 1.000 personas. Debido a la poca cantidad que utiliza en su casa, paga el consumo mínimo de 1,50 dólares. Sin embargo, cuando algo se daña, los arreglos pueden demorar hasta 15 días, por lo que obligadamente cogen agua de la laguna, incluso para cocinar.
De la misma manera, la limpieza del canal en el que lavan se hace por turnos, para que el cauce no disminuya por el lodo y las plantas que se acumulan cada cierto tiempo. Han pasado dos horas y todavía hay ropa sucia en la tina. Por momentos se incorpora y recobra su postura natural, lleva sus manos mojadas a la cintura e intenta descansar unos segundos, para luego volverse a encorvar y continuar su labor.
A su lado, otra mujer realiza la misma actividad, pero se dedica a su quehacer y no a hablar. Ambas mujeres comparten sus cosas: un balde verde, por el uso se ha roto, que es utilizado en intervalos para colocar momentáneamente la ropa limpia.
Los brazos de Yolanda están cansados, ahora prefiere ayudarse del balde roto para mojar las tres gruesas cobijas, que luego cuelga en la rama de un frágil árbol, que se dobla por el peso. Al mismo tiempo, cuenta que su esposo es músico y ahora está en Brasil. “Yo conozco Perú, Argentina y Bolivia. Antes de tener hijos viajábamos juntos, él hacía música y yo la vendía”. Ahora su esposo viaja sin compañía porque Yolanda no quiere dejar solos a sus niños.
Antes de terminar y con gran destreza, Yolanda se sube la larga tela, que va desde su cintura hasta sus pies, y se la amarra en el pecho para sacarse la chompa y también lavarla. Finalmente, tomando algo de aire para soportar el frío, echa el primer balde de agua sobre el cuerpo semidesnudo. Los siguientes chorros ya no los siente tan fríos -dice- mientras con su mano sujeta la tela que cubre su cuerpo y que poco a poco se suelta.
Haciendo algo de malabares para no quedar desnuda en un descuido, una media azul le sirve como esponja de baño y -con el mismo jabón que usó para la ropa- enjabona rápidamente la media y se restriega el cuerpo con firmeza hasta dejar la piel un poco enrojecida.
Entre el frío y el apuro, Yolanda se suelta el cabello -que le cae hasta más abajo de la cintura- y rápidamente se limpia la espuma que le cubre los ojos. Abre una pequeña funda de shampoo, que es poco para la cantidad de cabello que lavará, y luego de unos breves masajes en la cabeza, Yolanda sumerge su cabello en las aguas de la laguna, que parece que le proporcionara forma y vida propia, se mueve en armonía al ritmo de la corriente en un compás que dura unos segundos.
“Sí está fría el agua, pero que más toca”, admite Yolanda, mientras con agilidad se enrolla el cabello para que no le estorbe. La mayor de sus hijas, que durante tres horas ha cargado a su hermano de apenas unos meses, le pasa un pedazo de tela negra limpia.
La mujer se cambia enseguida y se sienta para dedicar unos minutos a sus cansados pies. Aprovecha y enjuaga las alpargatas que tienen algo de tierra. Los hijos de Yolanda también están cansados. Una de ellas comienza a llorar y su madre le habla en kichwa. La pequeña se seca las lágrimas con la manga del suéter que lleva puesto.
Yolanda tiembla un poco debido al viento, se pone una chompa negra y con una sábana grande, marca a su hijo y se lo pone en la espalda. Enseguida sus otros hijos se apresuran a recoger las cosas que pueden y la mayor trata de limpiar la carretilla en la que colocarán las prendas limpias para empujarla hasta su vivienda.
El sol ha salido por completo. Yolanda les dice a sus hijos que se apuren y cuando están listos suben las gradas de piedra que los separa de la calle para emprender el camino de regreso a su casa. Todos tratan de ayudar, empujando la pesada carretilla.
A paso lento, Yolanda explica que le gusta bajar a la laguna y pasar tiempo ahí. “Así lo hicieron mis abuelos, mis padres... y quisiera que mis hijos lo conserven. Quiero que ellos tengan los mismos recuerdos que yo de esta laguna, que nos ha dado vida”, sostiene.