Cada venezolano tiene una historia
Las historias de los migrantes venezolanos se entrelazan en la medida en que comparten ciertos aspectos: los hijos y los riesgos que estos tienen cuando trabajan con sus padres en las calles.
Apostados en calles y rincones de la ciudad, cuentan cómo conllevan sus situaciones, retos y experiencias.
Yusmary Rivas (37 años) tiene tres hijas y trabaja vendiendo jugos en las calles.
Ella decidió traerlas hace seis meses, después de establecerse en la ciudad. Yusmary siempre les dijo en lo que trabajaba; por ese motivo ellas no se sorprendieron cuando la vieron entre carros y vendedores.
Al hablar sobre a lo que se exponen sus hijas, Rivas se muestra preocupada. Un día un sujeto le robó un jugo.
A pesar de esto, ella siente que las chicas han aprendido a ser más ágiles y atentas, y que en situaciones de riesgo se alejan. “Siempre hay uno que otro que te dice cosas o te mira de forma extraña”.
Rivas no ha aceptado otros trabajos porque piensa que no podría vigilar y cuidar a sus hijas -las cuales son su mayor apoyo- en un país donde no conoce a nadie.
Las circunstancias de cada migrante con hijos difieren del grado de vulnerabilidad.
Leonor Rodríguez (41 años) es una mujer que pide dinero junto a sus hijos en las calles de un sector residencial del norte de Guayaquil.
Rodríguez dice que al arribar lo primero que hizo fue trabajar como recicladora, sin embargo esta actividad no le generaba el dinero suficiente para mantenerse.
Por eso decidió pedir dinero en los semáforos, donde obtiene entre $ 5 y $ 6 diarios y hasta $ 10 los fines de semana y feriados. (I)