Patronos solo registraron el 28% de contratos de empleadas del hogar
Luisa tiene 49 años y trabaja como empleada doméstica desde los 13. Ella salió de su natal Lasso, provincia de Cotopaxi, de la mano de su tía, quien prometió a su madre que le daría una buena vida y estudios escolares.
La realidad fue diferente. Cuando llegó a Quito, su pariente la alojó en un cuarto separado del resto de la familia y le comunicó que trabajaría para ella.
Luisa trabajó desde el primer día: preparaba el desayuno de los primos y tíos y limpiaba la casa de dos pisos. “A veces me olvidaba de comer por terminar los quehaceres, de lo contrario mi tía me castigaba”.
En ese tiempo no pudo comunicarse con su madre, pues la tía se lo impedía. Luisa -recuerda- vivió en esas condiciones hasta los 18 años. “Ahora sé que mi tía le mentía a mi mamá. Le decía que estudiaba en un internado. Quizá por eso mi mamá no se dio cuenta de mi realidad hasta mucho tiempo después”.
Luisa, al cumplir la mayoría de edad, se marchó, porque quería estudiar y trabajar. Pero por su condición socioeconómica no pudo hacerlo. “Mi tía, que se enojó conmigo, no dejó que me llevara mi ropa ni mis cosas. Me dijo: ‘Te vas con lo que llevas puesto’”.
Gracias a amigas del servicio doméstico trabajó en otras casas, donde le pagaban un valor simbólico. “Cuando no me querían cancelar me daban a cambio ropa o muebles, electrodomésticos o adornos viejos”.
Luisa formó un hogar, tiene dos hijos que cursan la universidad, vive en el sur de la capital, donde renta un pequeño departamento en el barrio de Chilibulo.
Hace 20 años trabaja con una familia en el norte. Limpia, lava, cuida a los niños de sus empleadores, está pendiente de las mascotas, del jardín, entre otras actividades. Ella -expresa- se siente bien. Le pagan. En las tardes, hace 10 años, tiene otro empleo en un local del Centro Histórico “para redondear el sueldo”.
Según la organización Care, Luisa es una de las tantas mujeres que comenzaron en el servicio doméstico desde los 12 años.
Una investigación efectuada entre marzo y junio de 2018 constató que todavía 113 menores de edad desarrollan esta actividad.
Las provincias con el mayor número de menores que ejercen de Trabajadoras Remuneradas del Hogar (TRH) son Morona Santiago, Zamora Chinchipe, Pastaza, Orellana y Cotopaxi.
Alexandra Moncada, directora de la entidad, indica que provienen de hogares muy pobres, por lo que se ven forzadas a iniciarse en la actividad entre los 6 y 12 años.
Esto -agrega- demuestra que en Ecuador existe trabajo infantil precarizado y en condiciones graves, puesto que “está invisibilizado en el interior de los hogares”.
El Código del Trabajo y el Código de la Niñez y Adolescencia señalan que la edad mínima para realizar labores domésticas es a partir de los 15 años.
Pero el artículo 91 indica que los adolescentes mencionados tienen derecho a alimentación, educación, salud, descanso y recreación.
Lenny Quiroz, secretaria general de la Unión Nacional de Trabajadoras del Hogar y Afines (Untha), asegura que la organización está pendiente del trato que puedan recibir y las condiciones que les ofrecen.
“Nosotros nos damos cuenta cuando una niña se encuentra inmersa en el servicio doméstico. Usualmente las vemos junto a sus empleadoras en los comisariatos, intentamos acercarnos a ellas y les damos a conocer sus derechos, sobre todo el de estudiar”.
La vulneración de derechos
La principal de Care manifestó que el estudio evidenció formas “colonialistas” en el trato a las servidoras. “Hay violencia simbólica y psicológica contra ellas”.
Cuando Marcia (nombre protegido) ingresó como TRH en una casa, ubicada en el valle de Tumbaco, no sabía lo que le esperaba. Ella no podía ingresar a la casa por la puerta principal (siempre era por la cocina) y si los hijos de los dueños pedían algo a medianoche se levantaba (fuera de su horario estipulado) para hacerlo.
“No comíamos lo mismo que los dueños. La señora de la casa contaba los productos como registro, porque creía que me los llevaba”.
Ella en varias ocasiones fue insultada y segregada. “Me discriminaban por mi apellido indígena. Me trataba distinto que las otras empleadas mestizas. Ellas comían en la cocina y yo en el cuarto de lavado”.
Por años soportó eso y por temor de perder el trabajo no denunció a las autoridades lo que le ocurría. Por ese motivo, al final renunció al trabajo remunerado del hogar. Ahora tiene un puesto de comida en un barrio quiteño.
Denuncias
Iveth Arellano, directora técnica del Consejo de Igualdad de Género, señala que son claros los rezagos de las prácticas feudales en las relaciones de trabajo y que se deben generar políticas públicas para cambiar esta situación en el país.
“La jerarquía que existe en el trabajo remunerado generalmente naturaliza el maltrato. Creemos que se debe dar una alerta”, denuncia la funcionaria.
Marianela Viteri, trabajadora del hogar y parte de Untha, considera que la realidad de ella y la de sus compañeras es difícil e irrespetada. “Somos seres humanos. Los empleadores creen que no tenemos los mismos derechos, ni igualdad que otros profesionales. Piensan que somos la última ‘rueda del coche’”.
Care precisa que 230.000 personas trabajan en el servicio doméstico, pero en el Ministerio del Trabajo solo están registrados 61.692 contratos. Datos de la cartera de Estado estiman que el 28% están regularizados.
Según las denuncias recogidas por Untha, en los últimos meses recibieron seis denuncias sobre el retiro del porcentaje aportado para Seguro Social. Esto -indican las afectadas- se hace bajo amenazas de despido si no aceptan esa condición. (I)