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Los habitantes de las ciudades debemos volver nuestra mirada al campo

En Itapuí, Brasil, la avícola Itabom procesa 18.000 pollos por hora. Solo EE.UU. y China consumen más carne de pollo que Brasil: unos 45 kilos por persona al año. Foto: George Steinmetz
En Itapuí, Brasil, la avícola Itabom procesa 18.000 pollos por hora. Solo EE.UU. y China consumen más carne de pollo que Brasil: unos 45 kilos por persona al año. Foto: George Steinmetz
24 de mayo de 2015 - 00:00

El Foro Urbano Mundial, que tuvo lugar en abril de 2014, en Medellín, reveló el esfuerzo de esta ciudad colombiana por recuperar su condición de ciudad en función de reforzar la calidad de la convivencia de sus habitantes. Sin embargo, también mostró cifras alarmantes: por primera vez en la historia, más del 50% de la población mundial vive en zonas urbanas. Para corroborar esta dramática realidad, la ONU publicó sus propias previsiones: si el crecimiento demográfico se sigue dando en las condiciones actuales, el porcentaje crecería al 60% en 2030, y en 2050, la población en las ciudades del mundo alcanzaría los 6.500 millones de habitantes en contraste con un población rural de 2.790 millones. Los movimientos migratorios del campo a la ciudad no son novedad, sobre todo en América Latina, en donde el desarrollo urbano acelerado que caracterizó al siglo XX edificó las grandes capitales hasta convertirlas en verdaderos centros de acopio de población foránea. De esta manera, las demandas de consumo se concentraron progresivamente en estos centros urbanos, aparecieron los centros comerciales y las grandes cadenas de producción de alimentos se multiplicaron. Inmensas empresas de cría de ganado y granjas avícolas se asentaron en América Latina para satisfacer las necesidades de los habitantes citadinos. Pero, ¿qué está pasando con los suelos agrícolas de donde se extraen intensivamente los productos que llegan a nuestra mesa?

Los millones de habitantes urbanos hemos olvidado nuestros vínculos con el mundo rural. El campo, para las generaciones más jóvenes, sobre todo para los nacidos a finales del siglo XX, es tan solo una entelequia con paisajes atractivos que queda lejos de casa. Hemos olvidado que concentrarnos en grandes ciudades implica también intensificar otras actividades humanas como la movilización de todos esos alimentos. Según el informe EatingOil: Food in a Changing Climate, el transporte de alimentos a larga distancia casi se duplicó entre 1968 y 1998. Esto arroja ciertas conclusiones: una minoría de la población humana está alimentando a la mayoría. Esa minoría invierte en trabajo agrícola, explota sus suelos sin respetar los ciclos naturales, invierte en transportar hacia los grandes mercados urbanos sus productos y obtiene ingresos bastante más bajos que los que obtendrán las grandes cadenas de los mercados globales para llevar a nuestra mesa los productos que fueron cultivados en algún lugar del planeta.

Alimentos kilométricos es como los expertos llaman a estos productos que deben viajar largas distancias como parte de las grandes cadenas de comercialización a nivel mundial. Además, las actividades agropecuarias contribuyen al cambio climático, pues emiten más gases de efecto invernadero que todos los automóviles, camiones, trenes y aviones juntos. ¿Por qué? La revista National Geographic presentó un amplio estudio sobre el impacto que tienen las prácticas de producción de alimentos a gran escala, para saciar el hambre de las sociedades urbanas, en el que argumenta que el problema es el gas metano que despiden el ganado y los arrozales, el óxido nitroso de los cultivos fertilizados y el dióxido de carbono derivado de talar bosques para cultivar la tierra o criar ganado. Los fertilizantes y el estiércol contaminan las fuentes de agua; la agricultura y la ganadería intensivas necesitan amplias praderas, lo que implica talar zonas boscosas a costa de perder hábitats de flora y fauna. “Cuando hablamos de amenazas para el medio ambiente, solemos pensar en coches y chimeneas, pero nunca en la comida. Sin embargo, nuestra necesidad de alimentarnos es una de las mayores presiones que pesan sobre el planeta”, dice Jonathan Foley en su reportaje.

Sin darnos cuenta, los seres humanos hemos transformado la relación natural entre nosotros y nuestro entorno hasta -literalmente- olvidarlo. Las ciudades dependen del campo, ciertamente, pero estamos desertificándolo. Las tierras dedicadas a satisfacer las necesidades alimentarias locales se transforman, cada vez más rápidamente, en tierras destinadas a producir alimentos en grandes cantidades, para la exportación. Los habitantes urbanos estamos viviendo una vida que no es sostenible y que atenta contra la salud del medioambiente y provoca serios cambios en las prácticas humanas de la población rural y de su propio entorno. Por estas razones, es urgente pensar en la reconexión de los espacios urbanos y rurales. Debemos devolver nuestra mirada al campo. (I)

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