La redención de los pecados movilizó a los creyentes en la capital
Los viernes nunca son iguales. Más aún cuando, una vez al año, existe un día santo. Ayer miles de personas se concentraron en el Centro Histórico de Quito, convencidos de una sola cosa: la fe.
Sin bulla exagerada, los comerciantes trabajaron como un día normal, pero reemplazaron la venta de sus artículos usuales por la de rosarios, denarios y estampas con la imagen de Jesús del Gran Poder.
Una especie de silencio atemorizante se apoderó de las calles, incluso las vendedoras ambulantes no gritaban sino que, pacientemente, esperaban en sus puestos a que los clientes se acercaran. A paso lento, la personas se dirigían a un solo lugar, la Plaza de San Francisco.
Ahí, el escenario era distinto, la mayoría de personas tenía la mirada fija en las puertas de la iglesia. Otros, amontonados en las rejas de la entrada, rezaban en voz baja, parados en un rincón. Una mujer juntó las manos en señal de súplica y de sus labios salían las oraciones que, de alguna manera, le permitían expresar sus ruegos a los santos que, en ese momento, aguardan en el interior de la iglesia. Todos los fieles estaban atentos para empezar su recorrido.
Mientras tanto, los feligreses que cargaban las pesadas cruces de madera empezaron a salir de la iglesia. Sus trajes, similares a los usados por Jesús durante su calvario, fueron dando forma al mayor evento religioso del año: la procesión de Jesús del Gran Poder.
Los cucuruchos, vestidos de púrpura, emprendieron descalzos la marcha, mientras el olor a incienso envolvía la plaza y las personas se apresuraban a ganar un lugar en las veredas para observar el paso de las imágenes religiosas, que una vez al año recorren las principales calles del Centro Histórico.
Las “Verónicas”, un grupo de mujeres cuyos rostros acongojados están cubiertos con velos, también caminaban descalzas, acompañando a los feligreses que, con soga en mano, se autoflagelaban a cada paso. Los espectadores miraban con admiración y respeto las espaldas sangrantes de los fieles que, con cada golpe, mostraban su arrepentimiento y buscaban la purificación.
La imagen de San Juan fue la primera en salir y a continuación la Virgen Dolorosa, rodeada de flores en su carreta, que era empujada por hombres y mujeres con los rostros afligidos. Parecía que de la misma manera trataban de empujar sus penas. Finalmente, la imagen de Jesús del Gran Poder salió de la iglesia protegida por miembros del GOE, quienes formaron una muralla impenetrable, como si fueran a una batalla de vida o muerte.
Entre la multitud el silencio desaparece y empiezan las ovaciones. Y como si siguiesen un libreto, las palomas emprendieron un raudo vuelo desde el techo de la iglesia. Instantáneamente, cientos de creyentes comienzan su lucha por tratar de tocar la imagen. Hombres, mujeres, niños, ancianos, no había diferencia.
La procesión avanzó como una ola a la que nadie tiene miedo, sino que, al contrario, se suman a ella en una marea humana movida por la devoción. Una mujer, aferrada a la imagen que llevaba en sus manos, caminaba descalza, mientras su hijo trataba de protegerla de los rayos solares.
Junto a ellos, Sofía Rainel, quien llegó desde Guayaquil, agradecía con fe que la haya salvado de morir en un accidente de tránsito hace seis años. Un lustrador de botas dejó de trabajar ese viernes por acompañar, como él dice, “a su jesusito”.