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El Telégrafo
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La homilía de Francisco en Quito clamó por la unidad y la confianza

Foto: AFP
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07 de julio de 2015 - 12:12

El papa Francisco culminó su misa en el Parque Bicentenario en Quito. En la parte de la homilía (sermón que explica la lectura del Evangelio en un acto litúrgico) el Sumo Pontífice hizo énfasis en la unidad de las personas e hizo un llamado a confiar en el otro, dejando las intrigas y dudas a un lado.

A continuación la transcripción completa de las palabras del líder de la Iglesia Católica:

La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea.

Imagino ese susurro de Jesús en la última cena como un grito en esta mesa que celebramos en el Parque Bicentenario. Imaginémoslo juntos. El bicentenario de aquel grito de Independencia de Hispanoamérica, ese fue un grito nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos, saqueados, sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno. Quisiera que hoy los 2 gritos concorden bajo el hermoso desafío de la evangelización, no de palabras altisonantes ni con términos complicados, sino que nazca de la alegría del Evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús, quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento, de la conciencia aislada. Nosotros aquí reunidos todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la convicción de que su presencia nos impulsa a la unidad y señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable.

"Padre que sean uno para que el mundo crea", así lo deseó mirando al cielo, a Jesús le brota este pedido en un contexto de envío, como tú me has enviado al mundo yo también los he enviado al mundo. En ese momento el Señor está experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aún así, con locura. Intrigas, desconfianzas, traición, pero no esconde la cabeza, no se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerado por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la división y el odio afectan sólo a las tensiones entre los países o los grupos sociales. En realidad son manifestación de ese difuso individualismo que nos separa y nos enfrenta, son manifestación de la herida del pecado en el corazón de las personas cuyas consecuencias sufre también la sociedad y la creación entera. Precisamente a este mundo desafiante con sus egoísmos, Jesús nos envía y nuestra respuesta no es hacernos los distraídos, argüir que no tenemos medios o que la realidad nos sobrepasa, nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la gracia y la tarea de la unidad.

A aquel grito de libertad prorrumpido hace poco más de 200 años no le faltó ni convicción ni fuerza, pero la historia nos cuenta que solo fue contundente cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderzgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos libertarios con características distintas, pero no por eso antagónicas. Y la evangelización puede ser vehículo de unidad de aspiraciones, sensibilidades, ilusiones y hasta de ciertas utopías. ¡Claro que sí! Eso creemos y gritamos. Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos mutuamente a llevar las cargas.

El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar. La convicción de tener un inmenso bien que comunicar y que comunicándolo se arraiga y cualquier persona que haya vivido esta experiencia adquiere más sensibilidad. De ahí la necesidad de luchar por la inclusión en todos los niveles, evitando egoísmos, promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la colaboración.

Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, confiarse al otro es algo artesanal, porque la paz es algo artesanal. Es impensable que brille la unidad, si la mundanidad espiritual nos hace caer en guerra entre nosotros, en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica, y esto a costilla de los más pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de los que no pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días. Esta unidad es ya una misión misionera para que el mundo crea.

La evangelización no consiste en hacer proselitismo (el proselitismo es una caricatura de la evangelización), sino evangelizar es atraer con nuestro testimonio a los alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios y la Iglesia, acercarse a los que se sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros, acercarse a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: "El Señor también te llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor", porque nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado. Con fe este llamamiento del Señor, con qué humildad y con que respeto lo describe en el texto de la Apocalipsis, estoy a la puerta y llamo, si querés abrir no fuerza, no hacé saltar la cerradura, simplemente toca el timbre, golpea suavemente y espera, este es nuestro Dios.

La misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con su identidad como pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las naciones de la tierra. Cuanto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto más se ve favorecida la misión. Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión pues no se trata ya de una acción sólo hacia afuera… nos misionamos también hacia adentro y misionamos hacia afuera, como se manifiesta una madre que sale al encuentro, como se manifiesta una casa acogedora, una escuela permanente de comunión misionera. Este sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por ellos me consagro a mí mismo, dice, para que ellos también sean consagrados en la verdad. La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se confunde con la de algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio, una espiritualidad quizás difusa. Jesús nos consagra para suscitar un encuentro con él, persona a persona, un encuentro que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo y la pasión evangelizadora.

La intimidad de Dios, para nosotros incomprensible, se nos revela con imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la multiforme armonía que atrae. La inmensa riqueza de lo variado, lo múltiple que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel jueves santo, nos aleja de la tentación de propuestas más cercanas a dictaduras, ideologías o sectarismos. La propuesta de Jesús es concreta, es concreta, no es de ideas, es concreta: Andá y hacé lo mismo, le dice a aquel que le preguntó quién es tu prójimo, después de haber contado la parábola del buen samaritano. Andá y hacé lo mismo.

Tampoco, la propuesta de Jesús, es un arreglo hecho a nuestra medida, en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los demás. Jesús reza para que formemos parte de una gran familia, en la que Dios es nuestro Padre y todos nosotros somos hermanos. Nadie es excluido y esto no se fundamenta en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos. Somos hermanos porque Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba!, ¡Padre!. Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo Jesús, hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos coherederos de la promesa. Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia: formar parte de un nosotros que llega hasta el nosotros divino.

Nuestro grito, en este lugar que recuerda aquel primero de libertad, actualiza el de San Pablo: "¡Ay de mí si no evangelizo!". Es tan urgente y apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar fascinación, tiene el mismo fuego que atrae. Hermanos tengan los sentimientos de Jesús ¡Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente!

Qué lindo sería que todos puedan admirar cómo nos cuidamos unos a otros. Cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando cosas, sino dándose a sí mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona. Darse significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es el espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difíciles como aquel jueves santo de Jesús donde él sabía cómo se tejían las traiciones y las intrigas, pero siguió y cedió, cedió a nosotros mismos con su proyecto de salvación.

Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar, esa es nuestra revolución -porque nuestra fe siempre es revolucionaria–, ese es nuestro más profundo y constante grito. (I)

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