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Punto de vista

En busca del paraíso perdido (4)

En busca del paraíso perdido (4)
06 de diciembre de 2014 - 00:00

Por Maximiliano Pedranzini
Ensayista y escritor. Integrante del Centro
de Estudios Históricos de Argentina.

 

Y una vez más estamos como en el principio de los tiempos. En busca del paraíso perdido. Ese que perdió el hombre tras haber sido desterrado por Dios después de probar -engañado por la serpiente- el fruto prohibido, el fruto del conocimiento: “Sabe Dios que en cualquier tiempo que comiereis de él, se abrirán vuestros y seréis como dioses, conocedores de todo…” (Génesis: 3, 5). Un paraíso que se desvaneció del mapa. Allí donde se inició la historia de la humanidad. El pecado original de nuestra existencia como mortales. Nuestra condena a perecer “puesto que polvo eres, y a ser polvo tornarás” (Génesis: 3, 19) por haber tenido la osadía de nutrirnos del fruto que da el árbol de la ciencia.

Empero, a diferencia del relato bíblico, acá sucede todo lo contrario, donde la pena es por no comer el fruto, casi como un mandato de este milenio. El paraíso, en este sentido, toma distintas formas. La de una biblioteca, una universidad o la web. Ahí está diseminado el paraíso, en diversas partes donde se cultiva el fruto del conocimiento. Más cerca de lo que imaginamos. No hay que saltar alambrados para conseguirlo, ni enfrentar “Querubines con espadas de fuego”, ni temer la ira del Todopoderoso. Está a nuestro alcance para que lo comamos sin esperar temporadas de cosecha o se caiga sobre nuestras cabezas y nos revele como a Isaac Newton la Teoría de la gravedad.

Un paraíso en expansión, perceptible a los sentidos, con frutos que se encuentran por doquier. Pero que para ir hasta allí se necesita a alguien que nos guíe y nos enseñe (docente) a recoger estos frutos y una ‘serpiente’ (curiosidad) nos estimule a probarla. Al parecer no hubo una ‘serpiente’ que tentara a esta joven Eva para que probara del fruto prohibido, ni un guía idóneo que la acompañe hasta las puertas del edén. Nuestra negligencia hace que lo perdamos de vista. Por esta razón, apelar a una rigurosa formación intelectual y académica se vuelve una urgencia en este contexto signado por la competencia despiadada del mercado.

Pero a pesar de todo, este tipo de episodios -que parecen salidos de una película de Vincent Price-, tienen como moraleja hacernos reflexionar profundamente. Crear, recrear, construir y reinventar sobre las ruinas del oprobio y la desazón. Transmitir esta experiencia a los lectores lo considero más que un acto de honestidad intelectual, un deber ético y moral que no debe quedar archivado en nuestra memoria.

Héctor Jaquet (vale la pena decirlo) es uno de los intelectuales y docentes más brillantes que tuve la oportunidad de conocer y que ha marcado mi formación desde los primeros años en la Universidad de Misiones. Hago mío su dolor, su pesar, su indignación por estas cuestiones que acaecen en el ámbito universitario, porque esta indignación, este ‘pathos de la indignación’ debe llenarnos de fuerza y voluntad y ser la potencia que encienda el motor del cambio sin perder las esperanzas. Como decía el viejo Gramsci: “con el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad”. Ese es el espíritu que debe colmar la tarea de los intelectuales, pero sobre todo la de los docentes que él ha sabido formar con una pasión y dedicación inigualables.

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