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Ecuador, 23 de Febrero de 2025
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El Telégrafo

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El verdadero amor aflora en tiempos difíciles

Marco (derecha) juega con su pequeño hijo durante un agasajo a niños con cáncer en Guayaquil. En septiembre de 2014 el menor fue diagnosticado con leucemia, enfermedad que ha vencido, según los resultados de los últimos exámenes realizados.
Marco (derecha) juega con su pequeño hijo durante un agasajo a niños con cáncer en Guayaquil. En septiembre de 2014 el menor fue diagnosticado con leucemia, enfermedad que ha vencido, según los resultados de los últimos exámenes realizados.
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Anita tenía idea de lo que enfrentaría cuando a su madre, de quien heredó el nombre, le diagnosticaron alzhéimer, pero solo con el tiempo supo lo complicado de lidiar con esa enfermedad mental que roba la memoria a quien la padece.

“Cada día es más difícil porque su cerebro va degenerándose progresivamente. Antes ella comía sola, ahora hay que darle en la boca y vigilarla constantemente porque puede llegar el día en que se olvide de masticar los alimentos”.

Anita, de 61 años y de profesión enfermera, es la última de 4 hermanos (2 fallecieron), pero es quien tiene el cuidado de su madre de 92. Está a cargo de ella desde hace 12 años, cuando le detectaron la enfermedad. Residen juntas en una ciudadela del noroeste de Guayaquil.

La alerta llegó con un olor a descomposición en el dormitorio de doña Anita.  Al buscar el origen de la molestia descubrió que se trataba de tomates, guineos y otros productos en estado de putrefacción que estaban ocultos dentro de  un cesto.

“Recuerdo que mi mamá me decía que ya no había tal o cual legumbre o fruta en la refrigeradora, que ya se había terminado  y me parecía extraño porque yo recién había comprado. Hasta pensé que le regalaba a mi hermana que en esa época vivía al lado de mi casa, pero después me di cuenta de que las escondía en su cuarto”.

Así empezó a ser testigo de los síntomas del alzhéimer. “Mi rutina cambió de un día para otro. Debía dejarla limpia, alimentada y tomando sus medicinas para correr a mi trabajo en la noche como enfermera en una clínica”.

En las labores de la casa se apoyaba con una empleada, pero no le duraban mucho tiempo debido a los súbitos cambios de estado de ánimo de su madre, producto de la afección. “Todas se iban cansadas de las acusaciones de mi mamá o porque ella las echaba”, recuerda Anita.

Compaginar su trabajo con el cuidado de su madre fue lo más difícil para Anita. Había días en los que debía llegar agotada no solo para atenderla, darle sus medicinas y alimentación, sino también para asearla. “Ella utiliza pañales para adultos. Un día se lo quitó y me tocó bañarla”.

Reconoce que situaciones como esas le hacían perder la paciencia y la retaba. “Después me sentía muy mal y lloraba”.

También recuerda los apuros que vivió con los dos pequeños infartos cerebrales que su madre sufrió en 2015 y 2016. “Gracias a Dios, el conocimiento que tengo como enfermera me permitió salvarla con la medicina indicada porque yo sola no podía cargarla”.

Debido a la necesidad de cuidado cada vez más personalizado que demanda su madre, en abril de 2016 Anita tomó la decisión de jubilarse después de 40 años de labores.
“Amo mi profesión y siento que pude dar más de mí, pero mi mamita me necesita cada día y yo también quiero estar más descansada para tener fuerzas y cuidar de ella”, expresa Anita mientras da de beber un jugo de frutillas a su madre en la sala de su vivienda.

Agrega que ahora le toca retribuirle “todo lo que ella hizo por mí y por mi hijo cuando estuvo pequeño”.

No obstante, destaca que dejar el trabajo ha valido la pena. “Pensé que lo iba a extrañar, pero paso ocupada con trámites de la casa y atendiendo a mi mamá. Me siento menos estresada y ya no estoy de mal humor”.

Anita interrumpe sus expresiones varias veces para preguntarle a doña Anita si siente frío y quiere acostarse. “No mamita, no tengo frío”, responde la adulta mayor. La hija le coloca las zapatillas y acicala su cabello con el amor y la devoción que muestra una madre a una hija pequeña.

“A veces cree que soy su mamá y me dice mamita, pero nunca me ha desconocido. Es producto de la enfermedad, los pacientes con alzhéimer se desorientan y confunden a las personas que están a su alrededor”.

En su actividad de cuidadora de su mamá, Anita sigue pidiendo a Dios paciencia y fuerzas.

Martha dejó todo por luchar contra el tumor cerebral de su hijo

La pesadilla de Martha comenzó una noche de invierno. Era febrero de 2014 y se encontraba con sus dos hijos en casa, en Quevedo (provincia de Los Ríos), cuando el mayor, Jeicol, entró en convulsiones.

“Lo llevé al hospital, pero luego lo derivaron al de Solca, en Guayaquil, donde después de varios exámenes los médicos le detectaron un tumor en la cabeza que tras ser retirado lo analizaron y me dijeron que era maligno”, señala la mujer de 41 años.

Martha quedó devastada cuando le confirmaron el diagnóstico. La noticia de un cáncer cerebral en su hijo de 12 años la sumió en la angustia, le dio un giro completo a su vida, pero no mermó sus fuerzas ni su amor de madre.

Dejó su casa y al último de sus vástagos (que en esa época tenía 7 años) con distintos familiares, también su trabajo como administradora de un taller. Todo para viajar a Guayaquil, de lunes a jueves, a fin de que Jeicol recibiera tratamiento médico contra la enfermedad.

“Fue muy doloroso vivir con esa  desesperación, con esa incertidumbre de saber si se va a curar o no”, expresa la mujer de 41 años.

Sus ojos se enrojecen por el llanto contenido que origina el recuerdo de aquellos días, pero respira profundo y ahoga la pena mientras observa a Jeicol que participa en un agasajo a niños con cáncer en la Fundación Ronald Mc Donald, la que ha sido la residencia de ambos durante los últimos 7 meses.

“Después de  2 años y 9 meses de quimioterapias, de ir y venir de aquí para allá, he vuelto a sonreír porque Dios hizo el milagro en mi hijo y el 6 de diciembre pasado los médicos lo declararon sano”, relata.

Ahora Martha solo viaja a Guayaquil una vez por semana con Jeicol  para los controles habituales de la enfermedad. Poco a poco empieza a retomar su vida y aspira a trabajar desde su casa en la venta de almuerzos.

Marco se rapó la cabeza por su vástago con leucemia

En una sala contigua se encuentra Marco, un pequeño de 8 años que se entretiene con un muñeco de dinosaurio en un área de juegos.

Marco, su padre, explica que desde Riobamba (provincia de Chimborazo) llegó con su esposa  por primera vez a Guayaquil en septiembre de 2014 para que su pequeño recibiera tratamiento contra la leucemia.

Semanas antes, el niño empezó con vómitos y dolor de estómago. Pensaron que era una infección intestinal, pero al ver que era frecuente y que su piel se tornaba pálida lo llevaron al hospital de la capital chimboracense.

Los exámenes médicos determinaron una anormalidad y una pérdida de sangre que no fue evidente para sus padres. Por eso el menor fue transferido a Solca.
“Nos cambió el mundo. Cuando uno escucha una noticia como esa piensa que no hay regreso. Desde el comienzo cuando lo llevamos en la ambulancia me dijeron que ojalá que llegue”, expresa Marco mientras juega con su pequeño.

De pronto se vieron radicados en una ciudad que no conocían, pero que les brindó hospitalidad.

“No sabíamos qué rumbo tomar. Fue duro al principio. Gracias a Dios en mi trabajo como misionero en una iglesia cristiana me han dado las facilidades para movilizarme y todo lo que hemos hecho ha sido por ver sano a Marco Jr.”.

Con el tratamiento médico al niño empezó a caérsele el cabello y su padre le rapó la cabeza. Hizo lo mismo para apoyarlo. “Estábamos igualitos los dos”. Después de dos años y medio, el último examen de médula que le hicieron “salió limpio”, agrega.

Pese a que no se hallaron rezagos del cáncer, el pequeño Marco debe estar en controles periódicos. “Es un proceso de remisión que dura 5 años”, cuenta el padre.
Ahora vienen una vez al mes a Guayaquil para los chequeos. (I)

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