El primer mercadillo inmundicipal: ventas, hipsters e informales
Muchos “brownies” recibieron, nada más cruzar la puerta del Muy Ilustrado Inmundicipio de Guayaquil, a quienes acudían el sábado al Mercadillo. Los espacios cercanos a la entrada los habían ganado los stands de comida y bebida.
A la izquierda de la entrada se instalaba un stand de cerveza artesanal. La barracuda, como se llama esa bebida fabricada por el fotógrafo local Gabriel Proaño, tiene una gradación de 6.7, que a más de un confiado tomó por sorpresa.
Junto a la barracuda estaba Francisco Santana, vendiendo libros de primera y de segunda (mano). A cada venta le agregaba un comentario. “Éste es de esos lectores que leen de todo”, dijo de un comprador que le hacía gracia por el rápido escaneo -más de portadas que de contenidos- para terminar comprando cuatro libros disparejos.
Organizado como espacio comercial, el mercadillo se llenó de personas que caminan usando zapatos “Converse”. Dijo alguien por ahí: “ésta es una reunión de hipsters”. Más allá de pretender definir a qué subcultura se adscriben los asistentes -que en cuestión de atavíos, sí reflejan una estética hipster de lentes cuadrados de pasta, pantalones ceñidos de colores, casualmente desarreglados-, el Mercadillo terminó siendo una reunión de gente que se conoce y se mueve en este, como lo llaman, submundo, lleno de apasionados que, queriendo ser diferentes, a veces se visten igual.
En el área de la piscina inmundicipal -famosa por su estética de pantano de Shrek-, otras eran las ofertas. Dentro de la fosa de la piscina, había una venta de material de oficina en envoltura de cartonera: unas libretas de notas con portadas hechas a mano sobre cartones desechados, ilustrados, entre otros, por Jonathan Rivera. En el tercer piso, Lola Duschamp vendía ejemplares de revista La Licuadora en un puesto compartido con Mikosi, marca de peluches elaborados por Margarita Ledesma.
El Mercadillo, que tenía venta de productos de segunda mano, tuvo espacio hasta para el comercio informal. La regla era que, al llegar, se cancelaba $ 15 por cada vendedor, lo que le daba derecho a un espacio de 2x2m. Y por ahí recorría el recinto un joven literato que de tanto en tanto, abría su mochila para ofrecer cinco libros a uno y dos dólares, llevados al apuro desde casa.
Esa pequeña lista la continuaba otro vendedor. Él sí había pagado por su espacio, pero por debajo de sus artículos, escondía una pequeña dotación de “negritos mágicos”, producto que se le terminó a las 16:00. Paulina Obrist, del Inmundicipio, había dicho vía virtual, a lo largo de la semana, que “pueden vender lo que quieran (bueno, tampoco nos pongamos ilegales)”.
Por los tres pisos circulaban dos amigos con un paquete de cajetillas de cigarrillos, al baratísimo precio de $ 2. Al preguntar si ellos también eran informales, aclaraban, con la precisión de quien se aprende el testimonio, que eran parte de un “stand que está allá arriba”, y habían salido a recorrer.
El Inmundicipio ha devenido en un lugar de otredad. Punto de encuentro de quienes reniegan del discurso social dominante del que provienen. Porque, hay que admitirlo: no deja de ser una cierta élite económica la que lo frecuenta. Podría verse, como ya lo ha dicho Jorge Osinaga, organizador del Dirty Dirty Vintage Edition (último evento realizado antes del Mercadillo): “que la gente que viene lo que quiere es escapar a miradas acusadoras”. La que nos regalan las estructuras.