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Ecuador, 17 de Enero de 2025
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El Telégrafo
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El derecho a no ser consultados

Ocurre que hasta antes de salir del vientre de mi madre, ya habían definido mi futuro. Estoy seguro de que cuando le hicieron algún eco, y pudieron detectar mi sexo biológico, el doctor exclamó con la seguridad de quien resuelve una suma matemática: ¡Es un varón!

Esa afirmación se convirtió en mi sentencia de vida, pues tenía que adoptar un nombre y una pose corporal culturalmente masculina, vestir de cierta forma, relacionarme heteronormadamente con el sexo opuesto, pero sobre todo, constreñir cualquier forma de deseo o interés -que no sea de amistad- con personas de mi mismo sexo.   

Resulta que mi mundo, para no complicarme, venía diseñado y armado. Todo era perfecto, lineal, homogéneo, binario, y más que nada: normal. Hasta había textos e instituciones que te ayudaban a entender que existía un solo camino. Qué fácil fue vivir así (que también es una opción, pero que no la recomiendo).           

Es necesario que se discutan estos asuntos, pero pensando en la dignidad humanaTambién sucede que como la lluvia de Quito -que no sabes cuándo te empapará-, algo empezó a incomodarme. Ese universo de fierros y paredes azules en el que me criaron perturbaba mi ser y estar (conjúguele como quiera). No solo fueron libros que revisé, personas con las que compartí y sensaciones personales que experimenté las que me revelaron ante esas formas violentas de poder que se tejían sobre mí, sino que había toda una fuerza a mi alrededor que latía incansablemente por torcerse/desviarse/contestar, y también sentí (y asumí), esa lucha histórica y contemporánea de reivindicaciones sobre el ser humano, una lucha por  derechos fundamentales, como el de garantizar la vida -a muchos los mataron y lo siguen haciendo con el silencio y la discriminación-.  ¡Que vivan por favor!  

Todo esto se convirtió para mí en un ejercicio permanente de conciencia y formación política, porque finalmente es allí donde se generan algunos cambios.

Por ello, ante las declaraciones que el Presidente dio hace unos días en una entrevista televisiva, donde proponía llevar a consulta popular el tema del matrimonio igualitario, es decir, entre personas del mismo sexo, no pude dejar de sorprenderme por una simple razón: a mí nunca me preguntaron si estaba de acuerdo con que mis amigos -una pareja heterosexual- se casen.

Yo celebré su matrimonio, lo compartí, pues sabía que eran felices ejerciendo ese acto.  

Entonces, ¿por qué tenía que decidir yo sobre esa felicidad, sobre su futuro, sobre sus anhelos, sobre las personas que decidieron amar y establecer una relación formal?

Yo no tenía ningún derecho sobre ellos, pero ellos sí tenían el derecho de que a mí no me preguntasen sobre su vida.  

No soy abogado para entender  qué tipo de “ventajas o desventajas” traería esta decisión, pero si a una pareja heterosexual se le otorga ese derecho, debe ser igual para todos y todas, y no puede quedar a la voluntad de una mayoría que aún posee un pensamiento lineal, homogéneo, binario; y que detrás de esas categorías se esconden actos de violencia, odio, discriminación y desprecio ante una sociedad que es diversa en sus diferentes formas de vida.     

Es necesario (y urgente) que se discutan estos asuntos, pero pensando en la dignidad humana.

El Presidente abrió un canal de diálogo, aún reconociendo que no conoce el tema. Solo hay que darle elementos reflexivos para que entienda que la diversidad humana existe y que tiene los mismos derechos y obligaciones que cualquiera.

Tenemos una rica Constitución que salvaguarda conquistas fundamentales, como el derecho a la libertad estética, el reconocimiento de la identidad de género, entre otros aspectos que antes hubieran sido impensables. Discutamos, pero sin vaciarnos en los argumentos típicos de una oposición que solo busca eso: oponerse.

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