La cuerda floja: el camino de una mujer en la política
Esta semana, un usuario de Twitter subió un video donde Susana González, actual prefecta del Guayas, está bailando. En la descripción, el usuario coloca lo siguiente: ‘‘esperemos que la señora se empiece a comportar como autoridad’’. Este video fue publicado cuando González aún no asumía el cargo de Prefecta. Las respuestas y reacciones a este comentario iban desde “grilla” hasta “tiene cara de perversa” y pasaban por comentarios sobre el color de su cabello llamándola “incompetente”.
Esta misma semana, Bernardo Abad, concejal del Municipio de Quito, llamó “geniecilla” en plena sesión, a la doctora Linda Guamán, una de las científicas más prominentes del país. Linda Guamán hizo público esto en un tuit y por supuesto que el argumento de “exagerada” apareció en cada respuesta.
Las mujeres debemos esforzarnos el doble para recibir la mitad de nuestros derechos. Lo tenemos claro; y en el desempeño de la política es donde más cuesta arriba tenemos este reto. Las mujeres involucradas en política y activismo social, sufrimos muchos tipos de violencia: psicológica, física y sexual, y dentro de cada una de ellas encontramos varios subtipos como discriminación, campañas de desprestigio, acoso, violencia económica, etc.
La violencia política contra las mujeres en nuestro país es el pan de cada día. Pan del que simplemente no se habla, se habla poco o se niega. Este pan que en cada contienda electoral es la carta blanca del machista promedio.
Dentro de la polémica que se armó alrededor del tema de González, muchas hicimos comparaciones con las acciones de otras autoridades hombres. Recordemos que en Ecuador existen varias autoridades de elección popular que, ejerciendo sus funciones, bailaron en tarimas con chicas, gritaban malas palabras, hicieron tiktoks, cantaron o grabaron su día y lo mostraron felices. ¿La reacción a esto? Aplausos de todos y todas. Nadie dijo “mujeriego”, “tiene cara de perverso” o realizaron cuestionamientos sobre el color del cabello relacionados con su competencia para los cargos que ocuparon. Nadie.
La consecuencia obvia de normalizar este tipo de violencia de género es la falta de participación de las mujeres en los procesos políticos, y ¿el resultado de esto? La falta de representación en los espacios de toma de decisiones; por ende, derechos vulnerados para todas y más hombres decidiendo acerca de temas que nos competen.
Ser mujer y ocupar un puesto político es caminar en una cuerda floja, mientras te arrojan pelotas para que te caigas. Según el estudio de Fundación Esquel sobre violencia política contra las mujeres en Ecuador, el 58% de los perpetradores de este tipo de violencia son los mismos actores políticos, entiéndase, dirigentes de partidos, candidatos y personal de campañas electorales. Entonces, la primera lucha a la cual se enfrenta la candidata es a su propio partido político; en segundo lugar, a los actores sociales, conformados en su mayoría por los votantes y medios de comunicación que representan un 32%; y el 10% restante pertenece a los actores estatales que concentran el poder y también son parte de esta violencia estructural.
Con estos números que nos complican trabajar en política en condiciones de igualdad, el hecho de que alguien repita constantemente que “no hay mujeres dispuestas a participar en procesos políticos” no solo es indolente, sino que es hipócrita. Recordemos también los comentarios sobre el aspecto físico de asambleístas y prefectas, la difusión de fotos e información sobre su vida privada, tuits acerca de la orientación sexual y campañas enteras de desprestigio hacia féminas que ejercen cargos públicos.
Nos gustan las autoridades relajadas y divertidas, solo si son hombres. Si es una mujer, su diversión o su carácter lo ponemos sobre doble lupa porque nunca nos termina de convencer.
Y existe lo innegable: todas las autoridades, sin excepción, todas son foco de escrutinio público, puesto que su rol involucra también la representación del pueblo. Pero la crítica debe recaer en la gestión de su cargo y en su ética. El sistema patriarcal logra que hagamos eso con los hombres, criticamos su partido, sus decisiones, sus resultados. Pero con las mujeres, además de todo lo anterior, logra que prestemos atención a la ropa que lleva, al color de pelo, a sus facciones, a si salió o no en bikini en alguna revista, al video que subió en su cuenta personal.
Las instancias legales que encontramos hoy en día reflejan solo un velo fino de protección a quienes están involucradas en la política. La protección debe venir del Estado a través de las políticas públicas y la sociedad; respetando estas instancias, creando protocolos seguros para la denuncia, sancionando socialmente a quienes incurran en prácticas de violencia y haciéndonos espacio para hablar del tema.
Con el incremento de participación femenina en política, gracias a la paridad de género en las reformas al Código de la Democracia, posiblemente se incremente también la violencia hacia las candidatas y autoridades; veremos esto en los próximos comicios y principalmente en las redes sociales. El control y respeto de la normativa, dependerá de todos los actores: Estado, medios de comunicación y sociedad, para que estas prácticas machistas se reduzcan y eventualmente desaparezcan.
Criticar la gestión de cualquier autoridad mujer está bien, pero alentar comentarios sobre su vida sexual o su físico, haciéndole juego al machismo, es violencia política.
La misoginia que se les sale de los dedos, esa que escupen en discursos y que niegan con descaro, ya no es suficiente para callarnos. Y aquí va un recordatorio: cualquier tipo de violencia contra una mujer, es una violencia que nos toca a todas. Al patriarcado le da terror tenernos hablando en público de lo público, y hoy no nos callan más. La violencia política contra la mujer también se va a caer. (O)