Concepción Picciotto desafía a la Casa Blanca desde hace treinta años, 24 horas al día
Las hojas de los álamos, arces, cerezos y sicomoros caen abatidas por el viento helado del otoño; ruedan con un siseo que se convierte en un sonsonete hasta amontonarse en las cunetas o sobre el césped de la plaza Lafayette, construida frente a la Casa Blanca, en la avenida Pennsylvania.
El entorno se asemeja a un escenario discretamente iluminado, como si algún escenógrafo lo hubiese concebido para ocultar un crimen en el que la exuberancia vegetal lo disimula a la perfección.
En este complicado y enorme ícono de la historia estadounidense decidió instalarse desde hace treinta años Concepción (Connie) Martin Picciotto, una menuda mujer española nacionalizada americana que, el 1 de agosto de 1981, emprendió una vigilia pacifista antinuclear frente a la Casa Blanca, las 24 horas del día.
Hace quince años la vi por primera vez, en el mismo lugar, como si formara parte del paisaje de una urbe que se precia de permitir expresiones democráticas callejeras.
La semana pasada, Alejandro Reinoso estaba interesado en hacer fotos nocturnas de los monumentos y pasamos por el lugar en el que sobrevive Connie -no hay otro verbo que le calce de mejor manera-.
Charlamos brevemente sobre sus actividades, que no son otras que las mismas utopías llenas de esperanza y de una paciencia infinita para desafiar la sordera de los residentes eventuales de la Casa Blanca.
Con el desprendimiento y la amabilidad que caracteriza a los que nada tenemos, nos ofreció uno de los libros sobre el desarme nuclear que permanecen apilados junto a una leyenda garabateada a mano que dice “Take one, is free”.
A los 66 años solo le han quedado unos cuantos dientes; su rostro luce más curtido y envejecido que antes por los azotes del viento y la inclemencia del Sol. Un restaurante cercano le permite utilizar el baño y de vez en cuando toma una ducha en un refugio para los sin techo.
Quienes la conocen aseguran que la decisión de instalarse con un fardo de ropa y una pancarta se debió a la decisión de un tribunal de Manhattan que le quitó la patria potestad de su única hija y la concedió a su esposo, con quien se casó cuando tenía 21 años. Posteriormente se divorció, perdió casa y trabajo.
Desde entonces nunca más supo de su pequeña, a pesar de la ayuda de grupos religiosos y de derechos humanos. Su inconformidad con la justicia le permitió seguir el ejemplo del pacifista William “Doubting” Thomas, quien mantenía una vigilia pacifista permanente, y se instaló con él hasta que murió en 2009. En adelante debió enfrentar sola el acoso policial, las inclemencias del tiempo, las provocaciones de radicales de extrema derecha y las agresiones de alguno que otro demente.
La respuesta sobre las razones para permanecer en el lugar en el que se encuentra me la dio un profesor de periodismo en Reston, Virginia, 1997: las ordenanzas del Servicio de Parques y Jardines -que custodia la zona- prohíbe dormir en sacos, sentarse en sillas o portar más de una pancarta. Quien sea debe permanecer separado del otro y sus carteles no pueden ser más grandes de lo estipulado. La Policía verifica su cumplimiento en un ritual diario.
Es esas condiciones vive en la acera de la plaza Lafayette; no tiene a dónde ir y permanece con frío, lluvia o nieve, a pesar de los abusos, persecución y malos tratos.
No puede hacerlo en el interior, pues estaría fuera de la ley. Está prohibido acampar y tampoco puede dejar sus pancartas porque también se considera un delito; así que solo dormita unas pocas horas al día apoyada en uno de los carteles.
El Servicio Secreto ha informado a las autoridades de su existencia desde 1981, pero hasta ahora ningún alto mando se ha molestado en aproximarse para saber de dónde viene tanta tenacidad y perseverancia.
Lo que se observa, de vez en cuando, es la presencia de nuevos activistas que, para demostrar cuánto aprendieron a repudiar su naturaleza y su tejido histórico, expresan su solidaridad a Connie frente al camino elegido.
Durante estos treinta años, solamente ha sido posible la ayuda de particulares y de donativos a cambio de unas piedras de la paz, pintadas a mano por Concepción.
Los presidentes estadounidenses terminan sus mandatos y ella sigue firme en la cruzada a favor de la paz mundial y en contra de la proliferación de armas de destrucción masiva, sin dinero, enfrente de los vecinos más poderosos del planeta.
Durante las cenas de Acción de Gracias o Navidad, ¿alguno de los gobernantes o sus esposas le habrán enviado a Connie, por lo menos, las sobras, esas que llenan los tachos de basura de la mansión? ¿Sabrán el señor y la señora Obama, tan cristianos, caritativos y solidarios con los mansos y débiles de la Tierra, si tiene frío, o ha comido algo caliente cuando el invierno muerde la piel?
Probablemente no; los periodistas de la Casa Blanca saben que ningún gobernante se animó a recibirla por consejos de sus asesores, que no veían bien que se concediera un estatuto oficial a todos los que protestan.
Otros temían que cientos de miles de sin techo acudan a exigir el mismo trato. Pero lo que no decían es que tanta pobreza escondida en los tugurios no debe transparentarse.
Luego de Baltimore, Detroit y Nueva Orleáns, Washington D.C. es una de las ciudades más violentas de los EE.UU. y es difícil entenderla desde abajo cuando su segregada geografía muestra organización, monumentalidad y una extraña mezcla de cocteles diplomáticos en los que el cabildeo político lo puede todo.