Cárcel de Quito fue escuela y ahora Casa de Confianza
Borrachos, revoltosos, ‘arranchadores’, ‘brujos’, comerciantes informales y trabajadoras sexuales llegaban, con el cuerpo tambaleante, escoltados por policías, hasta la conocida cárcel municipal, ubicada entre las calles García Moreno y Ambato, en el sector de la 24 de Mayo, Centro Histórico de Quito.
Estas escenas eran cotidianas para los habitantes y trabajadores del lugar, quienes se acostumbraron a vivir junto a una de las cárceles más grandes y peligrosas que, hasta 1970, había en la ciudad.
La cárcel de la Ambato, como se la conocía, data del siglo XVIII. Curiosamente, no nació con el fin de convertirse en una de las prisiones de la ciudad; la infraestructura fue la de una escuela, y con los años se convirtió en un centro de reclusión que, tras un incendio (21 de marzo del 2006) que consumió el 90% del inmueble se convirtió -lo poco que sobrevivió- en la Casa de Confianza No. 2 que alberga a 25 mujeres con prelibertad.
Margarita Tapia, moradora del sector La Ronda, recordó que transitar cerca de la cárcel antes de la reestructuración de la zona centro (2002), del traslado de la zona de tolerancia a La Cantera y la regeneración turística en el lugar, era una odisea, porque no había control y las calles estaban tomadas por delincuentes de la más diversa calaña.
Alfredo Cargua, morador de la 24 de Mayo, añadió que a más de lo peligroso de transitar por el lugar eran innumerables las historias sobre los presos que buscaban fugarse, las de la captura de cabecillas de bandas e incluso las de los presos políticos que allí se encontraban.
Historias entre paredes
Ahora, la fachada conserva el color blanco que caracterizó a la casa, a la cual se llega ascendiendo una escalinata. Las paredes son altas, miden cerca de seis metros y 50 centímetros de ancho; el ingreso se logra por una pequeña puerta negra, que en su parte superior tiene un orificio desde el cual se puede ver parte del interior del lugar: una banca y unas cuantas puertas.
Al ingresar, el olor se impregna, es el mismo desde hace años, asegura una de las guías. Por seguridad los funcionarios prefieren no dar nombres y dejan que la casa muestre su historia por sí sola. El olor a creso es penetrante para quienes ingresan, las internas lo utilizan todos los días como desinfectante, germicida, limpiador e incluso desodorante.
Pero a medida que los minutos pasan, dicho olor se vuelve familiar. En el patio central se puede recibir el sol, pero aún quedan rastros de lo que fue la gran cárcel porque la especie de jaula que se construyó para evitar que los reos fugaran continúa intacta.
Los colores tampoco cambiaron. Los tonos verdes y azules que caracterizan a las escuelas de la ciudad continúan impregnados en las paredes del 10% de la infraestructura que sobrevivió al incendio... las historias sobre ese hecho son varias: que fue provocado por los internos, que fue producto de la mala manipulación de una vela y hasta se dice que pudo haber sido por un cortocircuito de los viejos cables de luz.
La estructura mixta (madera y ladrillo) se consumió, y lo poco que sobrevivió fueron las paredes, una parte de la cocina, la capilla y el sitio donde cantaban los reclusos.
Para ingresar al lugar donde sucedió el incendio la historia es otra. Una pequeña puerta de madera separa el lugar habitable de aquel que solo tiene historias contadas en las paredes y en pequeños pedazos que dejaron los sobrevivientes.
La puerta tiene como seguridad una tira con varios nudos que sujetan dos argollas. Al ingresar, el olor es otro, a madera quemada, humedad e incluso a plantas de paico y ‘chilca’ que con el tiempo crecieron en el patio. Desde allí se ve tan cerca a la Virgen del Panecillo que una de las guías recuerda que los reos solían sentarse en un muro a contemplar la imagen.
Entre los largos pasillos camina un ex director de la cárcel, quien aseguró que el hacinamiento caracterizaba al centro. La capacidad era para 400 reos, sin embargo hubo tiempo en que llegaron a los 1.200.
Parecería que todo se perdiera en el silencio de las gruesas paredes, pero en cada muro hay una historia. Desde nombres de personas encerrados en corazones, pasando por calendarios improvisados escritos con carbón en las paredes, hasta cruces invertidas, plegarias a Dios y cuartos oscuros donde se puede observar restos de velas y por todos lados la palabra ‘ayuda’ o ‘libertad’.
La casa no está en restauración. El Municipio y la Dirección de Rehabilitación Social apuntalaron la infraestructura para evitar que siguiera su destrucción, la idea es abrir, con el tiempo, un museo.
Ahora, la libertad en la casa no es total. Las mujeres que habitan ahí -y que prefieren, por reticencia al estigma, no prestar su rostro a las cámaras ni sus nombres a las grabadoras- aún están a la espera de que llegue su acta de excarcelación... tienen listas sus maletas, incluso ahorrado su dinero para comprar el pasaje que las dejará libres.