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Buen vivir vs. Estado del bienestar

Buen vivir vs. Estado del bienestar
23 de diciembre de 2013 - 00:00

En la Constitución Ecuatoriana de 2008, el Sumak Kawsay se introdujo como objetivo y marco político de la acción de gobierno. Amén de la eficacia de una serie de derechos individuales y colectivos, esto significa que el criterio para tomar decisiones de gobierno y para implementarlas debe ser la maximización del buen vivir. Ahora bien, es obvio que un principio tan general y ambicioso como el Sumak Kawsay solo adquiere operatividad en la administración cotidiana de los asuntos públicos a partir de su traducción a una serie de principios más prosaicos.

A nadie se le escapa que, en Ecuador, como en tantos otros Estados latinoamericanos, el movimiento sostenido y generalizado de crítica al neoliberalismo ha proporcionado buena parte de estos principios de gobierno, a veces como inversión (donde antes se proponía privatización, se procede ahora mediante nacionalizaciones) y a veces como innovación (grupos antes elididos o subalternizados se convierten en protagonistas, como impulsores o destinatarios, de la política pública). Así, el buen vivir puede pensarse como una racionalidad contra-neoliberal o post-neoliberal, aunque son numerosas las fricciones en la implementación de las políticas del buen vivir a causa de la larga sombra de los principios neoliberales.

Desde el grupo de investigación de Democracias en Revolución del IAEN, estamos trabajando sobre la hipótesis de que una de las fuentes más interesantes de generación de reglas de gobierno conforme al Sumak Kawsay es, sin embargo, la crítica a la colonialidad y a la persistencia del welfare o del Estado de bienestar eurocéntrico como único horizonte aspiracional de los grandes procesos políticos de transformación.

La apuesta por el buen vivir incluye retos que superan la complejidad y ambición de los logros de los Estados del bienestar, incluso en periodos de mayor vigor: la consolidación de una democracia plurinacional, con aseguramiento de estándares de calidad de vida que hayan abandonado las servidumbres de la imaginación colonial; la configuración de procesos de mejoramiento social continuado que no estén centrados solo en el incremento de los ingresos, el consumo y el acceso a los servicios de las clases medias, sino que den prioridad a las necesidades de las clases populares, sus bienes materiales y relacionales.

Un régimen de buen vivir post-welfarista entendería que estas poblaciones pueden encarnar el cambio de la matriz productiva, siempre que se aseguren las condiciones que la harían posible (educación, salud, ingresos, servicios) pero sin ponerlas precisamente al servicio de estándares de desarrollo que les son ajenos y que, en los Estados de bienestar más o menos consolidados, han mostrado recientemente una debilidad ante las crisis cíclicas imposible de resolver en los mismos términos de su racionalidad welfarista.

Éste es, por tanto, un reto decisivo a la imaginación política del buen vivir.

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