La bolsa de tela pasó de sustento para una familia a propuesta ecológica
Segmenta la tela con una máquina cortadora, la mide con una cinta, coloca un molde sobre la cambrela, dibuja sobre los bordes y da puntadas con la aguja.
El sonido del agijón metálico clavándose violentamente en la pieza se propaga por la estrecha y clarioscura sala de la casa de Silvia Parrales. La mujer, de 59 años de edad, cual robot repite esos movimientos que tiene mecanizados como una coreografía.
Los ruidos de la refrigeradora y de la televisión quedan silenciados por la “sinfonía” que origina la máquina de coser de Silvia, en el suburbio de Guayaquil.
Hace cuatro años su sala ya no es su sala. Ella la convirtió en un taller donde contribuye a reducir la contaminación con plásticos.
En el pequeño espacio confecciona bolsos de tela o lona para las personas que deseen cambiar las de polietileno (que las entregan casi en todas las tiendas). Cada pieza le toma entre cuatro y cinco minutos.
Cuatro máquinas de coser están en la sala. Cerca de la vitrina y el mesón de la cocina hay dos equipos de costura. Otros dos, forrados, están junto a la ventana.
Antes hacía pijamas, muñecas de trapo y calzado, pero alguna vez escuchó que existía la necesidad de disminuir el uso de plástico.
A su vez aprovechó la poca oferta de bolsas que pueden ser reutilizadas en las compras diarias. Adicionalmente, notó algo más: le generaron un mejor ingreso económico y un sueldo casi fijo.
Sus hijos Lucero y David Solís, de 33 y 41 años respectivamente, le propusieron el emprendimiento, ya que inicialmente requirió de poca inversión.
Ellos habían visto, a través de videos de Youtube, que en Canadá funcionaba algo parecido y decidieron implementar la idea en el país.
Silvia aceptó por considerarlo un negocio con el que podía ayudar al medio ambiente.
Los primeros productos ecológicos los usó ella y otros los repartió a su familia. Incluso -recordó- sus padres empleaban saquillos para hacer las compras en los mercados y en las tiendas. “Todo era más natural”.
El tema del uso de fundas plásticas, en los últimos días, volvió a la discusión con el envío a la Asamblea Nacional de una propuesta de implementación de un impuesto a los consumos especiales.
Pero Silvia considera que no está mal hacer las compras como antaño. Ir a las tiendas con sus canastos: “no cuesta mucho. Uno evitaría gastar dinero y contribuiría a cuidar el medio ambiente”.
Las bolsas que distribuyen tienen diferentes costos y presentaciones. Poseen sublimados o estampados.
La más pequeña, cuya capacidad es de 7 libras, vale solo $ 1. La mediana, que soporta hasta 12 libras, cuesta $ 1,50 y la más grande $ 2,25 y aguanta hasta 20 libras.
Esta última es más utilizada para guardar repuestos de autos. “Pueden doblarlas y llevarlas dentro de una cartera o mochila”.
Un cambio
En el primer año de su negocio no tuvo pedidos. Nadie conocía la cambrela. Cuando les explicaba a los demás que se trataba de un material reciclado se negaban y lo rechazaban.
Pero eso no la desanimó ni a ella ni a sus hijos. Su hija tocó las puertas de distintas empresas y utilizó las redes sociales para darlas a conocer. Hasta que logró captar el interés de la gente.
Su primera venta fue a una fundación de la ciudad. En estos cuatro años han entregado 50.000 bolsos de tela a diferentes empresas.
Hoy Silvia cose y supervisa el trabajo de otras mujeres. Su propuesta ecológica hizo que genere mano de obra para otras personas.
Cuando los pedidos superan los 1.000 bolsos busca a 10 personas para las labores de costura, serigrafía y estampados del artículo. Todo es artesanal.
Sus mayores clientes son las empresas, que piden las bolsas para usarlas en presentaciones, en ferias, congresos. Incluso, una fábrica de plásticos las requirió.
La demanda que lograron con su producto hizo que hace un año empezaran a trabajar con otro tipo telas: de rodeo y lona.
También los bolsos son usados como envolturas de sorpresas. Ella trata de desocuparse rápidamente en estos días para empezar a trabajar en un pedido de 10.000 bolsas ecológicas. (I)