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¡El Año Viejo termina; no la pandemia!

¡El Año Viejo termina; no la pandemia!
El Telégrafo
27 de diciembre de 2020 - 07:00 - Fausto Segovia Baus

La gente cuenta las horas y los minutos. En tiempos recientes, en esta época, todos preparábamos el Año Viejo o lo comprábamos en diferentes tamaños y precios. El personaje fue el Año Viejo, con su testamento, y las “viudas” que pedían limosna para quemarlo. La fiesta del Año Viejo… de un año de edad, en esta ocasión, se prende con las restricciones derivadas de la pandemia. ¡Al mal tiempo, buena cara!

El tiempo es irrevocable. ¡Cada año pasa tan rápido, que no bien despedimos el año anterior y se aclara el día con las camaretas, las felicitaciones y enhorabuenas… nos encontramos con el Año Viejo y nuevas esperanzas para seguir viviendo!

Tiempo de amar

¿Qué es el tiempo? Se dice que el tiempo –como magnitud cósmica- es imposible concebirlo sin el espacio, que es su hermano siamés. Esta disquisición es intrascendente si constatamos en la vida cotidiana el más e inevitable de los ciclos: nacer, crecer, reproducirnos y morir. Así, la realidad nos vuelve contingentes, finitos y vulnerables, pero esta supuesta fatalidad pierde sentido “cuando en el tiempo descubrimos un poco de amor”.

El tiempo psicológico es en el que transitamos los seres humanos. Significa los afectos que damos y recibimos, los recuerdos que se instalan en la memoria, y la misma vida que se expresa en momentos de alegría y tristeza, en el camino que se hace al andar, como diría el poeta Machado. Este tiempo es reconocido generalmente en los álbumes familiares, a través de las fotos de la niñez, la juventud, la madurez y la plenitud, y también en la siembra de un árbol, el nacimiento de un hijo y la escritura de un libro, como dice el adagio.

Rendición de cuentas
Y en este tráfago, al término de un año es bueno hacer un alto y pensar en lo que hemos hecho o dejado de hacer; averiguar por el saldo de ganancias y pérdidas, y sobre todo, averiguar si los que viven con usted son felices.

Los políticos se preparan para rendir cuentas; los sacerdotes, desde los púlpitos, piden exámenes de conciencia; los economistas, los balances y resultados; los educadores, si los cambios han ingresado a las aulas o si siguen haciendo más de lo mismo. Este inventario es inevitable para intentar escribir un testamento –mezcla de ironía, sarcasmo y catarsis-, que año a año nos hace reír y llorar al mismo tiempo.

Viejos y viudas: la pandemia

Resulta paradójico pensar en un anciano de un año de edad, ¿verdad? Pero la realidad le gana a la ficción; la tradición a los cálculos matemáticos, porque, simplemente, la lógica, en este caso, no existe.

El Año Viejo es un muñeco elaborado de aserrín, papel, cartulina y pintura –no importa el material- que debe ser quemado el 31 de diciembre –literalmente- para que así se alivianen las penas y sufrimientos del pueblo. Por no otra razón se queman personajes que nos han provocado sufrimientos o alegrías. Ahí están los presidentes, los jugadores de un equipo, los personajes de la televisión, el cine o algún episodio que “marcó” a la comunidad para siempre.

El tiempo es reconocido generalmente en los álbumes familiares, a través de las fotos de la niñez, la juventud, la madurez y la plenitud, y también en la siembra de un árbol, el nacimiento de un hijo y la escritura de un libro, como dice el adagio.

El coronavirus cambió de raíz esta impronta. Otrora, las ciudades se convertían en teatros al aire libre donde los juglares danzaban, se divertían y buscaban divertir al resto de gente, que salía para “quemar” a los viejos y escuchar las peroratas de las viudas, que “lloraban” por el finado… a cambio de unas monedas. El tránsito se volvía imposible, el ambiente se caldeaba con música de diverso origen, circulaban los “hervidos” por todo lado, y resonaban en el cielo camaretas que ofrecían una tenebrosa sinfonía de ruidos, que hacía temblar al mundo perruno, y en ocasiones producían luces de colores que causaban admiración a las féminas y a los niños disfrazados de payasitos…

Los viejos y las viudas formaban parte del escenario fantasmagórico de fin de año, que ofrecía, entre nubes de humo y sabores de palo santo, oportunidades para recordar a los parientes que se fueron, para reconocer los errores, cuando existieron; y desear felicidad a raudales a conocidos y desconocidos que se aparecían esos momentos.

El año termina; la pandemia no

2020 ha sido un año fatal, según los expertos, solo comparable a 1929, año de la “Gran Depresión”. Las pérdidas humanas y los sufrimientos han sido incalculables. Los países han caído en recesión económica y las planificaciones rompieron tendencias por obra y gracia (¿?) de una pandemia que hundió empresas, gobiernos y familias.

El confinamiento fue la regla para poder subsistir, pero la indisciplina social de la mano de la necesidad de supervivencia, obligó a mucha gente a salir a las calles, a contaminarse y contaminar al resto. La naturaleza dio duras lecciones y la acción de la solidaridad se hizo eco de organizaciones de la sociedad civil que actuaron de manera diligente, mientras algunos grupos negociaban por debajo coimas en nombre de la corrupción más perversa.


2020 ha sido un año fatal, según los expertos, solo comparable a 1929, año de la “Gran Depresión”. Las pérdidas humanas y los sufrimientos han sido incalculables. Los países han caído en recesión económica y las planificaciones rompieron tendencias por obra y gracia (¿?) de una pandemia que hundió empresas, gobiernos y familias.

Unos rezan por el último día del año; otros bailan sin sentido; y la mayoría –desprevenida- busca estar junto a la familia para terminar el año y comenzar el nuevo año entre abrazos y sollozos.
Y la vida continúa. Mientras las luces se apagan nacerá un nuevo día y con él la esperanza de tiempos mejores. Recordemos que el año 2020 se acaba, pero no la pandemia. Es urgente repensar sobre la importancia de vivir con sentido, pensar en los demás y asegurar –dentro de lo posible- un espacio para la esperanza. (O)

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