“A la muerte no se le debe temer, pero sí respetar”
De mirada apasible y calmada, con voz tímida y pausada, Fredy Flores de 40 años relata cómo 13 de esos años se las ha pasado rodeado de difuntos. Sus ojos se esconden bajo una desgastada gorra que en el frente indica “Cementerio La Magdalena”.
El panteón, ubicado en ese populoso barrio del sur de Quito, tiene más de 100 años de funcionamiento. Fredy inició su labor en el cementerio como pintor, pero un día le ofrecieron que pase a formar parte de la nómina de trabajadores y, de un momento a otro, “por necesidad”, se encontró manipulando cuerpos cadavéricos y descompuestos.
De cabar huecos de dos metros, atar cabos y bajar la caja para luego taparla, lo más triste es el llanto y desmayos de los familiares, dice Fredy. Lo que realmente es duro -recalca- es la exhumación de los cuerpos.
“Primero se destapa el nicho, se saca la caja y si el cuerpo está completamente descompuesto le sacamos los huesitos, se les pone en una funda negra y se les da a los familiares o, si no, se les bota a la fosa común, pero cuando sale enterito, toca mandarle la sierra y el bisturí para hacerle pedazos y que pueda entrar en la caja de los restos”.
Bajo una robusta cruz de piedra de estilo neogótico, se encuentra la fosa común, a donde van a dar los cuerpos de los familiares que por ingratitud, olvido o necesidad no han pagado el arriendo de la tumba. La fosa común 777 -de 7 metros de profundidad, 7 de alto y 7 de ancho- contiene más de 3 mil cuerpos según el panteonero.
La sanidad indica que un cuerpo puede ser exhumado pasados los 4 años de enterrado; sin embargo es mejor sacarlo a los 8, explica Fredy, algunos cuerpos que están demasiado formolizados se “mantienen” y cuando se les abre, el olor es intenso y hace difícil hacerles “pedacitos”. Cabando una tumba o antes de topar un cuerpo no se santigua. “Si los familiares ya lo están haciendo para qué hacerlo yo”, replica. ¿Miedo? -sonríe Fredy-.
“No, no tengo miedo. A la muerte no se le debe temer, pero sí respetar”. Este trabajo es como cualquier otro, no obstante recuerda cómo dos veces soñó con los difuntos que exhumó ese día. “Sentí que el cuerpo hecho calavera me seguía por el cementerio, me desperté pataleando en la cama asustadísimo, me levanté, tomé dos vasos de agua y me volví a dormir”.
El costo del nicho es de 336 dólares o el arriendo mensual es de 18; sin embargo, muchos no pueden cancelar, por eso Fredy saca entre 5 a 8 cuerpos diarios.
Hasta la fecha no conoce lo que es el “mal aire”, aunque sabe que el puro y el tabaco son el remedio. Jamás ha llevado un “mal” a su casa, y su esposa y tres hijos ya están acostumbrados a su trabajo. Un baño luego de salir del cementerio es su secreto, el escepticismo lo mantiene alejado de todo mal y se cuida de los vivos, por que los muertos, enterrados están.