El último hallazgo de un recién nacido abandonado se registró hace tres semanas en un basurero de la parroquia urbana de Salcedo, en Cotopaxi. Los minadores (personas encargadas del reciclaje) descubrieron una envoltura que se movía, mientras escarbaban entre los desperdicios de un ecotacho. Era un bebé. Asombrados por la situación, se comunicaron con las autoridades.   William Villalva, jefe provincial de la Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes (Dinapen),  indicó que la supuesta madre justificó su acción por falta de recursos para criar al infante. “Ella había dicho que ya tenía cinco hijos más y que le era imposible criar otro”. La Dinapen cuantificó que el año pasado hubo 17 casos de recién nacidos abandonados (11 hombres y seis mujeres) y 13 en 2015  (cinco mujeres y ocho hombres).Según la entidad, Pichincha (Quito), Tungurahua e Imbabura concentran la mayor cantidad de abandonos de neonatos. Guido Quezada, director de adopciones del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES), comentó que la falta de dinero de los parientes es la principal razón por la que toman ese tipo de decisión. Por otro lado, la Policía registró 347 niños y adolescentes abandonados: 183 mujeres y 164 varones. La mayoría de Pastaza y Pichincha (Quito) en 2016. Quezada aclaró que la cifra está ligada a la cantidad de habitantes que existe en cada provincia, pero precisó que solo el 15% del total de infantes y adolescentes que llegan a las casas de acogimiento institucional fue abandonado. El juez de la Unidad Judicial de la Familia de Latacunga, Juan Jaramillo, detalla que el protocolo habitual, en caso de abandono, es hallar a los padres biológicos. Quezada dice que cuando se da con el paradero de ellos se hace un estudio para una posible reinserción familiar. Pero si las condiciones no son favorables, “se debe emitir una nueva orden judicial y llevar al menor de edad a un acogimiento institucional, mientras sigue la búsqueda de los seres cercanos”. En caso de que se encuentre otro familiar que no reúna las condiciones para garantizar sus derechos, se procede a la privación de la patria potestad de los padres y se declara al menor en condición legal para ser adoptado. El juez debe notificar este dictamen a la unidad técnica de adopciones del MIES en 10 días y, posteriormente, se ingresa el expediente al comité de asignación familiar, que procede a la concesión entre las personas declaradas idóneas. “Las familias tienen cinco días para aceptar o no; si la respuesta es favorable, se inicia el proceso de emparentamiento, luego del cual el niño tiene su nuevo hogar. A partir de esa medida, los parientes tienen cinco días para iniciar la demanda judicial de adopción”. El directivo indicó que los neonatos tienen la mayor opción de ser adoptados, casi de inmediato, sobre todo si no han sido inscritos. La realidad no es igual para aquellos que superan los 10 años, los que tienen alguna discapacidad o los que padecen fibrosis quística. “Varios no acceden  por su condición, a pesar de que están en adoptabilidad. Por eso, a partir de los 15 años trabajan en un plan de autonomía, ya que solo hasta los 17 años y 11 meses pueden estar en acogimiento institucional”. La vida en un centro   El aroma a desinfectante es intenso en el hogar de niñas y adolescentes Remar, en el centronorte de Quito. Las paredes de tono crema lucen impecables. En el lugar residen 45 mujeres, cuyas edades van desde los cinco hasta los 16 años. Todas llegaron por orden judicial. El Código de la Niñez y Adolescencia establece que el acogimiento institucional debe ser una medida transitoria y solo debe utilizarse como último recurso, una vez agotadas todas las vías que posibiliten una reinserción familiar. Sin embargo, muchos chicos continúan sus vidas allí, por más tiempo, porque las condiciones de  reintegrarse a una familia no son idóneas. “Prefieren quedarse porque se sienten a gusto”, dijo Jaime Merino, director de la fundación Remar. Joselyn llegó a los seis años. Hoy tiene 13 y está en noveno de educación básica. No es la mejor de la clase, pero se esfuerza por aprender. Mientras conversa, ensortija con los dedos sus largos y alborotados cabellos castaños.   Ella es tranquila, aunque no tiene buena relación con todas. “Con unas me llevo y otras no me caen bien, pero nos toleramos”. Las reglas de convivencia se enfocan en el respeto y en el orden de los dormitorios del lugar. Hay una sala y una minibiblioteca con textos de educación básica y de arte. Acuden voluntarios que ayudan a las chicas en el aprendizaje y les enseñan algo de costura. Las que gustan de este arte aprenden a elaborar prendas de vestir que luego lucen a diario. A Joselyn esto último no le gusta, pues prefiere dedicarse por completo a estudiar, porque hay materias que le resultan difíciles. “A veces se me complican las matemáticas”, expresó la adolescente, quien nunca conoció a su padre y a su madre siempre la veía alcoholizada. Por esa razón salió, junto con su segundo hermano, de la casa materna. “No había quién nos protegiera y estábamos exponiéndonos a peligros. Escapar de allí fue lo mejor que pudimos hacer”. Ella, con recelo, reveló que su hermano mayor está en rehabilitación y de su madre no sabe nada, ni tampoco quiere. “No hablo de eso”, dijo cortante.  Prefiere refugiarse en el dormitorio para cambiar de ropa y ponerse el uniforme del colegio. Se levanta temprano para concluir las tareas y a las 10:00 está lista para ir al plantel a estudiar.   Hace menos de un año, ella y su hermano dejaron la casa hogar para vivir con una tía de condiciones económicas estables, porque el Código de la Niñez y Adolescencia establece que siempre la prioridad de un menor de edad -en estado de abandono- es la reubicación con algún miembro de la familia en lugar del acogimiento institucional. Pasaron dos meses en casa de su pariente, empero, no se adaptó. “No me gustó. No es lo mío, me acostumbré a otro tipo de trato y de relación, por lo que decidí regresar”. Ambos prefirieron volver a la fundación Remar. “¡Esta es mi casa! Aquí he vivido y no quiero otra”, afirmó la adolescente. Las menores de edad recibían educación en las instalaciones de Remar, pero desde hace dos años deben salir a los establecimientos educativos públicos. Actualmente, el Ministerio de Educación (MinEduc) asigna los cupos que requieren las jóvenes que viven en esta fundación en tres instituciones cercanas. Una buseta las lleva y las trae a diario. (I) El 7% de los menores no vive con sus padres En la Constitución de la República y la Convención sobre los Derechos del Niño se establece que los menores de edad deben vivir con una familia y disfrutar de esa convivencia. Sin embargo, el informe ‘La Niñez y Adolescencia en el Ecuador Contemporáneo’ realizado por el Consejo Nacional para la Igualdad Intergeneracional (CNII) concluye que el 7% del grupo etario no vive con sus padres biológicos. “El 9% está afectado por esta situación”, indica la investigación.   El estudio precisa que el 5% no convive con sus progenitores en los primeros años y el 6%, entre los 6 y 11 años. En cuatro de las cinco provincias de la Costa (Los Ríos, Manabí, Esmeraldas y El Oro) y en dos de la Sierra (Loja y Cañar) el porcentaje es mayor al promedio general. En Cañar, por ejemplo, la situación  representa el 17%. Esta realidad -reza el análisis- está relacionada con el alto nivel de migración de la última década.   El 3% del colectivo en Pichincha no habita con sus papás. Este mismo estudio indica que, pese a los esfuerzos del Estado por proteger los derechos infantiles, el 42% de las violencias más graves se debe a negligencias en los hogares. (I)