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Especial

Plan Grande, la ciudad perdida que puede contar otra historia de Ecuador

Plan Grande, la ciudad perdida que puede contar otra historia de Ecuador
Foto: William Orellana / EL TELÉGRAFO
27 de agosto de 2017 - 00:00 -

Salatí, El Oro.-

La luz de luna golpea las flores de azahar y genera una percepción de claridad en la oscura madrugada en la pequeña localidad de Salatí, en el extremo suroriental de la provincia de El Oro.

Son las 5:00 y el silencio propio de las zonas campesinas apartadas se interrumpe con el ruido de utensilios de cocina e insistentes golpes secos. Las mujeres ya están en pie y muelen el plátano para el desayuno.

En casa de Gilberth Jiménez (guía local) una luz se deja ver a través de la ventana; su esposa, Tatiana Salas, está en la cocina en la misma tarea que el resto de mujeres. Abre la puerta e invita a pasar. Las ollas la llaman de vuelta a la cocina.

El tiempo vuela. Son las 05:30, con la primera luz del día, los cerros que rodean al poblado muestran sus pronunciadas siluetas. Gilberth sale apresurado, se abriga, saluda y corre en busca de las acémilas.

El desayuno está listo: plátano molido, revuelto con huevos y queso criollo: famoso platillo ecuatoriano, el tigrillo. Por ello, los golpes insistentes de la piedra morocha de río contra el batán de tronco de mango. “Para subir al cerro se necesita ir bien comido, algo que sostenga el estómago”, comenta Tatiana mientras sirve los platos.

Ya el día está claro. Son las 06:00. Gilberth tiene las acémilas ensilladas, listas para una cabalgata de más de tres horas cerro arriba.

Nuevamente apurado, Gilberth desayuna. “Llegaron más temprano de lo que los esperaba”, comenta con una mueca.

La carga con las loncheras  (gallina criolla y más tigrillo), panela y gaseosa para el viaje también está empacada en sacos de yute sobre el lomo de las mulas. Las alforjas que en otros tiempos se usaban para estos menesteres han desaparecido; en realidad, las acémilas mismas han sido reemplazadas por motocicletas, excepto —claro está— para llegar a sitios inhóspitos como el cerro de Plan Grande o para arrear el ganado hasta los corrales.

Montar a mula es un reto que intimida, particularmente en laderas tan pronunciadas como las de estas estribaciones de la cordillera de los Andes.

Muchos periodistas y aventureros han llegado hasta aquí con la intención de ir montaña arriba y descubrir la ciudad perdida de Plan Grande, muy pocos lo han logrado. El camino es agreste, inclemente, las mulas son dóciles pero capaces de escocer la piel al no usar la ropa adecuada o no saber montarlas. En este viaje nadie quiere subir en las mulas, por ahora serán haladas por los ‘jinetes’.

El tropel de las bestias sobre el asfalto, en el inicio de la caminata, suena peliculero. De repente, el guía emprende una carrera inadvertida hacia un costado de la carretera, grita: “Avancen nomás”; todo es incertidumbre, nadie conoce el camino, así que bajarle el ritmo al paso es la mejor opción ante cualquier eventualidad.

Minutos después, Gilberth reaparece con un acompañante, en su ‘huida’ fue en busca de un auxiliar. Ahora son cuatro en el grupo, se integra el joven Stalin Sarango, nativo de Salatí. Pese a su juventud, Stalin tiene experiencia en esa caminata, se conoce cada vericueto. Saluda y, con una sonrisa tímida, recomienda montar la mula, pero primero recuerda que un par de años atrás otro periodista intentó llegar a la ciudad perdida, y tras dos horas de viaje debieron regresar.

Sí. Regresaron de mitad del camino con el cuerpo del periodista en forma de alforja tendida sobre el lomo de la mula. El hombre no podía caminar por las ampollas en sus pies y las escaldaduras en las ingles.

Ya en el camino, a menos de 300 metros de la carretera, aparece la primera dificultad: cruzar la caudalosa quebrada Grande, un afluente del río Salatí —larga arteria fluvial que lleva vida a gran parte de bosque subtropical seco montañas abajo hasta Portovelo—. Nadie quiere mojarse los pies en la fría mañana. Es el momento oportuno para superar el miedo y montar la mula.

Al otro lado del río, Gilberth señala a lo más alto de la cordillera: “¿Si ven allá, donde está saliendo el sol?, allá tenemos que llegar”. Salatí es una parroquia orense, ubicada a 1.060 metros sobre el nivel del mar (m s. n. m.), el punto indicado por el guía se encuentra a 2.500.

Uno de los caminantes (fotógrafo) se baja de la mula, insiste en mostrar sus habilidades de montañista. Esta primera parte de la ruta incluye cafetales, establos, grandes pastizales y vaquerizas en bruscas laderas.

La primera cuesta, tras pasar un pastizal y un fragmento de lo que alguna vez fue un cafetal, cuyas plantas dejan ver al menos 60 años de vejez, es un camino hondonado por el uso y el paso de los años. Está en un cerro empinado, de tierra suelta, polvorienta y pedregosa, donde es difícil mantener el equilibrio. El valiente fotógrafo no logra ganarle la batalla a la cuesta y recurre a la mula, la única que, con su peso y la fuerza de sus pezuñas, sube calma y serena.

Algunos tramos de esta ruta son trozos del Camino Real o del Inca que antes conectaba las zonas rurales de Zaruma (hoy Portovelo) con pueblos de la serranía como Gualel, Chuquiribamba, El Cisne y Saraguro.

Esta primera cuesta sin embargo es benévola, advierte Stalin Sarango, el joven asistente del guía principal Gilberth Jiménez. Stalin explica que el próximo tramo es la Cuesta de los Palmales. “Esa si es una montaña parada, camino difícil, esto no es nada”.

Son las 07:30, el sol calienta tímidamente, su brillo cambia los colores del paisaje, cuya belleza es indescriptible. Los rayos penetran la hondonada y la tierra colorada se vuelve roja como la sangre.

Subido un tercio del camino, desde lo alto se observa el pueblo de Salatí como una villa solitaria en medio de la gran hoya de Zaruma/Puyago, como se conoce al conjunto montañoso.

Gilberth ruega en voz alta que el sol no caliente más de lo debido para que el viaje sea llevadero. Su pedido es escuchado inmediatamente, a lo lejos viene la niebla rápidamente en dirección a la ‘ciudad perdida’. El azul del cielo, el verde de los pastizales, el horizonte, todo desaparece. La gruesa manta blanca lo cubre todo. Los peñascos y los abismos ya no son visibles. Pocas veces se observan fenómenos climáticos tan bruscos. “Aquí pasa esto todo el tiempo”, cuenta Stalin.

Las mulas hacen una pausa para agarrar un haz de hierba que remolinean entre sus grandes dientes. El guía aprovecha para mostrar sus dotes de buen ganadero y conocedor del campo. Describe los tipos de pasto que crecen en la zona: la clásica grama, como llaman ellos al king grass, en las partes inhóspitas, aunque “ahora solo se siembra hierba chilena, que es más fuerte”. Enseguida aclara que el mejor pasto es la yaragua, un tipo de hierba espigado de gran altura, pero sensible al pisado del ganado.

Entre el deslumbrante paisaje y las conversaciones se han subido y bajado ya varios cerros, cuestas y barrancos que, a lomo de mula, no parecen tan  difíciles de andar.

Son las 08:30, de repente a lo lejos, de entre el monte, salen dos cuerpos. Durante dos horas y media de cabalgata no apareció una sola alma. Ahí arriba —en medio de la nada, lejos de la civilización—  sorprende la presencia de Teresa González y de su esposo, quienes están tras de su ganado.

“Buscan el ganado por andariego nomás, porque por aquí no existe el miedo a los cuatreros (abigeatos)”, aclara Stalin.

“¿A dónde van?”, pregunta desde lejos la mujer. Ante la respuesta de que el destino es Plan Grande, replica: “Ah, van a conocer la ciudad perdida”. “¿De dónde vienen?”, continúa, y al grito “de Guayaquil”, pide que la lleven, “aunque sea en el anca de la mula” y suelta una carcajada, mientras su esposo frunce el ceño y se pierde entre la espesa hierba.

De sopetón aparece el cerro más temido. Ahí está la Cuesta de los Palmales. Una hendidura de camino que genera la sensación de ascenso en un paredón, tan empinado que las mulas con su fortaleza avanzan tres pasos y se detienen.

El miedo es inevitable. La pausa de los animales hace pensar que todos rodarán barranco abajo, como lo hacen las piedras que golpean las acémilas.

La adrenalina está en plena ebullición. Gilberth intenta calmar las emociones y rápido aclara que “así mismo es”. Las bestias detienen la marcha para tomar impulso y avanzar. “Ellas suben todo el tiempo, ya conocen el camino”, cuenta. Un respiro y el aire contenido dentro se deja ir. La ladera parece infinita, el tiempo es eterno.

Efectivamente, la práctica de las mulas de detener el andar y tomar impulso es premeditada y constante a lo largo de la cuesta.

Son más de las 09:00, el grupo llega a una vaqueriza, donde todos aprovechan para tomar agua del mismo bebedero de las vacas. El líquido es cristalino, limpio, baja desde el cerro Los Quindes, el punto más alto de la provincia de El Oro, a más de 3.000 m s. n. m. y más arriba de la ciudad perdida.

Gilberth aprovecha la parada para recoger las vacas y toretes en un pequeño corral, utiliza gritos y llamados que solo el ganado entiende y obedece. Les pone sal en una artesa, en realidad es un neumático cortado por la mitad que cumple las funciones de los viejos artefactos de madera, que también están en desuso por estos lados. “Faltan nueve toretes, pero no tengo tiempo de buscarlos”, dice Gilberth e inmediatamente reconforta a los viajeros con un “ya mismo llegamos”.

El corral, donde la familia Jiménez alimenta, vacuna y ordeña al ganado, se encuentra al pie del último cerro antes de arribar a Plan Grande. Está a 2.000 m s. n. m., donde el pasto es verde y abundante todo el año. Aquí cae garúa todas las madrugadas.

La vegetación cambia abruptamente, los grandes árboles de maco-maco (madera fina) y pomarrosas (fruta de fragancia penetrante), cubiertos con orquídeas, musgo y bromelias floridas, desaparecen y dan campo libre a la hierba.

Continúa el ascenso. El paisaje es otro. El suelo es agreste, no hay árboles, solo un cascajo blanquecino en el que solo crece el quicuyo (hierba mala), capaz de lastimar la piel con solo rozarlo. La niebla aquí es más espesa, parecería que con su manta blanca protege algo.

Las mulas vuelven a detener su caminar inexplicablemente. “Están cansadas”, comenta el guía y señala al frente un bosque de árboles gigantes y muy tupidos, imagen que contrasta con el terreno por donde avanzan las acémilas. “Ahí está la ciudad perdida”, sentencia.

Son las 09:30, han pasado ya tres horas y media de cabalgata, finalmente la ciudad perdida está ahí, en la segunda cima más alta de la zona (2.500 m s. n. m.), la primera es el cerro de Nudillo o El Quinde, cuyo pico llega a 3.400 m.

Plan Grande se hizo conocida en 2003, cuando funcionarios del Municipio de Portovelo llegaron por primera vez al lugar. Entonces se descubrió esa ciudad preinca que hasta hoy sigue perdida.

Gilberth cuenta que dos semanas antes llevó hasta el sitio a otro grupo de aventureros que llegaron de Machala y Cariamanga, provincia de Loja.
El rastro de esos visitantes se nota en la hierba caída y pisada. El quicuyo en la entrada misma de la ciudad perdida mide hasta 2 metros de alto y el caminante fácilmente se pierde en él.

Superada la pequeña pampa de quicuyo aparece un bosque tupido de árboles gigantes de cedro y guayusa, los cuales se han apoderado de cada uno de los muros de Plan Grande.

Una piedra gigante en forma de batea es el primer vestigio de una cultura ancestral aún por descubrir. Stalin Sarango limpia rápidamente el musgo acumulado en la hendidura de la roca, que sirve para guardar las provisiones para el almuerzo.

Ahí empiezan también los muros, terrazas, canales y pozos de esa ciudad absorbida por la naturaleza. Son cerca de 80 hectáreas de ruinas que la tierra, las hojas, raíces y troncos acumulados por cientos de años impiden apreciar en su esplendor. La vista desde este sitio lo domina todo. “Es un sitio estratégico”, comenta el antropólogo

Christian Sarmiento, estudioso de las culturas preincaicas. Sarmiento afirma que tanto los incas como los pueblos conquistados se asentaban en sitios desde donde dominaban las tierras bajas. Sostiene que generalmente en el sur del Ecuador hay muhas pucarás (fortalezas) construidas para defenderse de la invasión inca y de la guerra civil que enfrentaron Huáscar y Atahualpa. Sin embargo, por la extensión y las ruinas hasta ahora descubiertas Plan Grande más bien parece un centro ceremonial.

Tras seis horas de recorrido por las ruinas se puede especular que el sitio era un complejo de agua. Los canales empedrados en distintas direcciones pero, al mismo tiempo, interconectados con pozos en forma de tinas lo demuestran.

Precisamente, los estudios arqueológicos y antropológicos de las culturas preincas del sur del Ecuador, entre las que destacan los Paltas, hablan de que estos eran expertos en el manejo de los recursos hídricos.

“La descripción de las ruinas hace suponer que se trataba de un centro ceremonial importante, donde los curacas iban cada cierto tiempo a purificarse”, sugiere Sarmiento, quien afirma que estos espacios por lo general se ubicaban en sitios considerados energéticos.

Para Salatí —el centro poblado más cercano a las ruinas—, la primera imagen de la mañana es ver al sol asentado sobre la cima de la montaña. Las preguntas de quiénes fueron y qué pasó con esta cultura surgen de todos los visitantes.

El antropólogo Christian Sarmiento sostiene que se puede barajar varias hipótesis: pudo ser uno de esos pueblos que los incas convirtieron en mitimaes (poblaciones que eran arrancadas de sus sitios y trasladadas a otros para someterlas totalmente). También explica que durante la guerra entre Huáscar y Atahualpa muchos pueblos del sur de lo que hoy es Ecuador fueron devastados, exterminados por lo cruenta de la lucha.

El minerólogo y arqueólogo aficionado Magner Turner ha recorrido las ruinas de Plan Grande por años y ha mapeado el sitio. Detalla que los grandes muros tienen contrafuertes para resguardarlos de la erosión.

Turner confirma que Plan Grande se extiende por aproximadamente 80 hectáreas, en las que hay miradores, escalinatas, rocas gigantes, algunas labradas y otras naturales.

Considera que los hoyos en las rocas no necesariamente son trabajos realizados por la cultura que construyó ese complejo sino causados por la lluvia o las gotas que por cientos de años han caído de los gigantes árboles.

Las piedras, según Turner, son granodiorítico traído del intrusivo de Salvias (protuberancia rocosa ubicada en el oriente de Zaruma). “Este es un sitio de mucha importancia para Ecuador”, insiste el estudioso, quien reprocha que las autoridades culturales y de patrimonio no le den la importancia debida por celos regionales.

Con Turner coincide Fabricio Toledo, presidente de la Casa de la Cultura de Zaruma, quien además pondera que en la zona existen otros vestigios arqueológicos importantes.

“Tenemos Plan Grande, Pueblo Viejo (donde existe 11 terrazas agrícolas), Capidé, Yacuviña, Guanazán, entre otras ruinas menores”, sostiene Toledo, e invita a las autoridades nacionales de cultura y patrimonio a dar la importancia debida a estos sitios, porque “son parte de la identidad nacional que construimos”.

Son las 15:00 y el descenso desde Plan Grande es tan complicado como el ascenso. Es más rápido, pero mucho más doloroso luego de tantas horas de abrir camino entre las ruinas de esa ciudad perdida.

A las 18:00, en Salatí, Tatiana Salas espera a los viajeros con empanadas de queso y café recién filtrado. (I)

DATOS

Salatí es una parroquia antigua que antes perteneció al cantón Zaruma, luego a Portovelo. Este es el último punto poblado antes de ascender a la ciudad perdida.

La población en Salatí es blanca, pocos considerados mestizos. Aquí los vecinos no conocen mucho de Plan Grande. Aunque comentan que los más antiguos solían hablar de ciudades encantadas.

Desde Portovelo, Salatí se encuentra a 20 minutos en carro. Hay buses dos veces al día y camionetas a cualquier hora.

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