Turismo
Nosotros, los terroristas
Una mañana de octubre de 1682, el marinero portugués Bernardo Inocencio dos Santos tomó un trozo de pan, se sentó sobre una roca, y esperó a que un ave se atreviera a comer de su mano. No fue nada difícil. Antes de un minuto, llegó un pájaro gigantesco, de plumaje claro, de andar pesado, que no sabía volar. Cuando quiso tomar el alimento, el marinero lo atrapó por el cuello. El animal empezó a graznar de forma desesperada y entonces otra ave igual se acercó a ayudar a su compañera en problemas. Enseguida, otro marinero agarró al animal recién llegado y durante unos minutos las dos aves cautivas graznaron a todo pulmón. Casi al unísono, los hombres sacaron sus cuchillos y las degollaron. “Nos reímos mucho”, anotó en su diario el marinero Bernardo Inocencio.
Lo que no sabía este personaje, con tal sentido del humor, y tampoco le hubiera importado, era que en ese momento estaban matando a los dos últimos ejemplares de una especie que quedó extinguida para siempre: era el dodó, un ave que solo existía en la Isla Mauricio. Cuando los marineros portugueses llegaron a esa islita perdida en el Océano Índico, quedaron asombrados ante la mansedumbre de sus animales. Por eso llamaron al dodó “Pájaro Bobo.”
Su comportamiento estaba explicado porque nunca la fauna de esta isla había tenido contacto con los humanos y no sospechaban de lo que éramos y somos capaces: de matar por matar.
Al llegar a la Isla Mauricio, hoy paraíso de millonarios, los primeros exploradores hablaban de un pájaro enorme, con alas atrofiadas, con un andar solemne, como de señora gorda y despreocupada, que se acercaba para curiosear a esos otros animales bípedos, sin plumas: a nosotros los humanos, recién llegados.
Cuando las aves eran agarradas por el pescuezo, empezaban a chillar de terror y, en vez de escapar, las otras aves acudían para ver lo que sucedía a su compañera en desgracia e intentaban ayudar. La aglomeración de aves era aprovechada por los marineros que las degollaban sin problema, o disparaban contra ellas. Y a más víctimas, más dodós llegaban para intentar socorrer a sus congéneres muertos o heridos. Así seguían, durante mucho tiempo, hasta que los marineros, borrachos de ron, terror y sangre, se cansaban del espectáculo.
Al final, sobre la playa, y flotando en el mar, quedaba un amasijo amorfo de plumas sanguinolentas, y los cuerpos se descomponían al sol porque la carne de dodó no tenía buen sabor. Los marineros los mataban simplemente por matar. Así a lo largo de los años, mataron uno tras otro, varios millones, hasta que no quedó ninguno.
Ecuador no es ajeno a esta danza macabra. Nuestro miniterritorio tan biodiverso, ostenta una lista de más de 200 especies extinguidas o en peligro de extinción.
En verdad quedó uno solo: setenta años después de matar al último dodó, apareció uno, disecado en un museo británico. Al director le pareció que las alas estaban con moho y decidió quemarlo. Un funcionario, aterrado, logró salvar la cabeza y parte de una pata. Eso es todo lo que queda del dodó. Solo eso pudimos rescatar, que es mucho más de lo que podríamos rescatar, simbólicamente, de la especie humana.
No fue el único caso. Y, con dolor, sabemos que vendrán más. A esta hora, en todos los lugares del mundo, se están encendiendo motosierras que arrasan bosques. Y miles de avionetas hacen llover venenos desde el cielo. Y maquinarias poderosas que todo lo envenenan, rugen y rompen la tierra para sacar el oro y, una vez obtenido, los humanos abren otros agujeros para volverlo a guardar en cajas fuertes. Y los mares son desiertos de agua, repletos de plástico. Y tras este ejercicio demencial no queda más que la destrucción del ambiente y la extinción de especies que, muchas veces, no alcanzamos ni siquiera a conocer.
Ecuador no es ajeno a esta danza macabra de la muerte y la extinción. Nuestro miniterritorio tan biodiverso, ostenta una lista de más de 200 especies extinguidas o amenazadas y en peligro crítico de extinción. En ese obituario de hermanos y compatriotas que no conmueve a muchos, aparecen osos, tortugas, monos y manatíes, jaguares, nutrias y murciélagos, tapires, delfines, ballenas, armadillos, pumas y lobos. Y también batracios y reptiles y no se sabe cuántas mariposas y otros insectos y especies que ni siquiera conocemos.
En fin: del dodó quedan algunos dibujos, y al final solo se logró rescatar la cabeza y parte de una pata. De nosotros, los humanos, los únicos terroristas vocacionales entre todas las especies, no sabemos qué podríamos rescatar en términos éticos.
Por eso recordamos a un personaje al que le preguntaron qué debían hacer para salvar la vida de un pequeño venado que quedó huérfano y herido después de que un cazador disparara contra él. Entonces el hombre respondió:
“Curar las heridas del animal que, por suerte, son leves. Darle un ambiente tibio y alimentarlo con leche los primeros días. Por el cazador ya no hay nada qué hacer.” (I)
Miles de avionetas hacen llover venenos desde el cielo. Y maquinarias poderosas que todo lo envenenan, rugen y rompen la tierra para sacar el oro.
DATOS
La Naturaleza
La vida de nuestro planeta constituye un sistema dinámico de interacciones del que nosotros somos parte intrínseca. De él obtenemos el alimento que ingerimos, los medicamentos y el oxígeno que necesitamos.
Muchos biólogos piensan que el ecosistema mundial se encuentra amenazado. Los investigadores temen que algunas especies de animales desaparezcan diez mil veces más rápidamente de lo que marca su ritmo natural de extinción. (I)