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El Telégrafo
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La Metrovía se queda corta ante la avalancha humana, repleta de olores y colores

 Las mujeres han optado por cuidar sus carteras y colocárselas por delante, ya que los ‘amigos de lo ajeno’ se aprovechan de la estrechez para meter mano en bolsos y apoderarse de celulares y billeteras.
Las mujeres han optado por cuidar sus carteras y colocárselas por delante, ya que los ‘amigos de lo ajeno’ se aprovechan de la estrechez para meter mano en bolsos y apoderarse de celulares y billeteras.
Fotos: Karly Torres / El Telégrafo
24 de agosto de 2016 - 00:00 - Víctor Haz

Cae la tarde sobre Guayaquil. El movimiento en las calles es intenso: estudiantes, empleados y ciudadanos que terminan sus diligencias o compras aceleran sus pasos. La mayoría quiere llegar pronto a sus hogares.

Es el momento en que los paraderos de los buses del servicio de Metrovía comienzan a atestarse. Los usuarios, como en romería, ingresan a los andenes. El letargo del día se transforma en un trajinar frenético.

Uno de los tantos buses articulados sale de la estación de La Florida, en el noroeste. Son las 18:15 y en el transporte ya no hay asientos, pero sobra espacio en el corredor. Ideal para recoger más usuarios que esperan en los siguientes paraderos y que puedan viajar de pie.

Mientras el bus recorre por el carril exclusivo, a lo largo de la vía a Daule, los demás vehículos forman extensas hileras. Los conductores aminoran la velocidad y eso provoca algunos embotellamientos.

Luego de 10 minutos, el bus llega al paradero del colegio Dolores Sucre. Entre los usuarios que esperan ansiosos en el andén se mezclan grupos de estudiantes que rompen la aparente calma. El inusitado jolgorio, propio de los adolescentes, altera la relativa calma en que viajan los demás pasajeros.

No todos ingresan. El articulado ya está casi lleno, aunque todavía quedan espacios en el interior para viajar de pie. Hay quienes prefieren quedarse en los accesos; allí se forma una montonera de pasajeros que dificulta avanzar a otros que se dirigen hacia el interior.

Al parecer, el conductor se ha olvidado de activar el sistema de ventilación, o quizá está descompuesto; lo cierto es que pese a que la tarde está cayendo y el sol languidece, en el interior del transporte se respira un aire tibio y el calor es intenso.

 Con bolsos, mochilas, paquetes y hasta baldes se movilizan los ciudadanos. En las horas de mayor demanda, estos implementos se convierten en obstáculos para el resto de pasajeros.

Parada 28 de Mayo. Otro grupo de adolescentes de ese plantel se sube, ahora sí comienzan los apretujones. El olor a sudor es penetrante y molesto; la segunda puerta apenas está cerrada, pues 3 pasajeros están arrimados. No les importa el peligro ni tampoco los letreros amarillos que recomiendan precaución. No falta el usuario que mete las manos en los bolsillos para evitar que algún “amigo de lo ajeno” se apodere de su celular o de su billetera. Las damas, en cambio, miran de reojo a sus costados. No vaya a ser que alguien aproveche la multitud para practicar la consabida “arrimada”.

Ya no se puede poner un pie, el recorrido continúa por la avenida Carlos Julio Arosemena, con dirección al centro de la ciudad. Un hombre ya entrado en años, quizá agotado por la  jornada laboral, apenas se mantiene en pie, arrimado a un costado del bus; se sostiene de una de las agarraderas, agacha la cabeza y cierra los ojos. El sopor es tan poderoso que sucumbe en un profundo sueño.

Algunos pasajeros contemplan el atardecer de Guayaquil. Los últimos rayos de sol dan unas pinceladas de color naranja al cielo, y al cruzar el puente 5 de Junio, el Estero Salado toma un matiz sombrío.

Solo se escuchan las risas y el parloteo de los adolescentes. Uno de ellos empuja a otro, sin reparar en las molestias que causa a los demás pasajeros que, apiñados, los observan con rostros adustos.

Al llegar al paradero de la Universidad de Guayaquil, un tropel de usuarios se desembarca. El transporte queda algo ligero, pero no por mucho tiempo: en el andén hay otros que pugnan por ingresar, empujándose. La mayoría son jóvenes, quizá estudiantes universitarios, algunos con mochilas en las espaldas; nuevamente el articulado se llena.

Continúa su trayecto y baja por la calle Tulcán. Un joven duerme en uno de los asientos azules —o al menos así parece— a su lado y de pie una mujer de unos 40 años con una funda bajo el brazo realiza un gesto de desaprobación mientras lo observa. No protesta; se resigna a continuar su viaje de pie.

Una brusca maniobra del conductor al virar por la calle Sucre con dirección este, remece a los pasajeros; unos chocan contra otros, pero casi nadie reclama, apenas unos murmullos de 2 o 3 quejosos: “Este chofer cree que está llevando papas”, afirma una mujer. La protesta no prospera.

Son las 18:50 y el bus llega al paradero La Victoria. Son pocos los que se embarcan y más los que se quedan. Hay algo de espacio, lo suficiente para respirar mejor, al menos para un hombre de edad mediana que suda más que testigo falso; el conductor insta a los usuarios a que avancen, que no se queden en los accesos, pero hacen caso omiso.

Dos paraderos más adelante el articulado llega a la estación de la Caja del Seguro, en la avenida Olmedo. Por fin el grueso de usuarios se queda, pero el bus debe seguir su marcha con otros que se embarcan a la carrera, los primeros casi peleándose por lograr un asiento libre. El recorrido continúa al siguiente paradero (biblioteca municipal) para retornar por la calle Sucre hacia el noroeste.

Aquellos con menor suerte no les queda más que arrinconarse en el centro del vehículo o, como es costumbre inveterada de muchos ciudadanos, forman el consabido tumulto en las puertas, dificultando como siempre, el ingreso o salida del resto de usuarios.

“Qué mala costumbre de quedarse en las puertas, parecen garrapatas en pata de perro”, se queja en voz alta una mujer ataviada con su impecable uniforme de la empresa donde trabaja. El comentario arranca algunas débiles risas de quienes están cerca de ella.

No falta el imprudente que, haciendo gala del potente volumen de su teléfono móvil, obliga al resto a escuchar la música de su predilección (si no es bachata, es reguetón), tal vez piensa que los demás pasajeros quieren viajar con esa estridencia. Tal vez sí, pero... no a tan alto volumen.  

Largo camino hacia el sur

En la estación de la Caja del Seguro es casi habitual que apenas se abren las puertas del articulado, decenas de usuarios, salgan en veloz carrera, como en estampida, en dirección al paradero de la ruta Metroquil, dentro de la misma estación, que transporta a pasajeros que se dirigen al sur de la ciudad. Como si huyeran de algo o de alguien, no faltan aquellos que hasta se tropiezan con los que caminan delante, como si se tratara de una competencia y ver quién ganará el lugar.

Son las 19:00 y en la estación, mientras los usuarios esperan la llegada del articulado, el ambiente se matiza con los gritos destemplados que provienen de los exteriores.

Se trata de vendedores informales que a través de las rejas gritan a todo pulmón: “¡Agua heladita, agua, agua! ¡a 0,25 centavos nomás, lleva tu agua! Es un concierto desafinado que por momentos se torna insoportable.

Llama la atención la premura con la que llegan los buses y en forma alternada. Hasta hace pocos días era habitual que los usuarios esperaran formando enormes y serpenteantes filas, en las puertas de los andenes, a la espera del bus que deben tomar, y cuando este llegaba, los empujones, gritos de mujeres, niños y hasta de algún hombre, que pugnaban por ingresar al transporte, ya se había convertido en un ritual.

Los que corrían con mejor suerte se embarcaban con mucho esfuerzo; los que no, esperaban hasta 10 minutos a la llegada de otro bus, mientras que los articulados de Metrobastión arribaban casi seguido, lo que colmaba la estación y la paciencia de quienes ansiaban llegar a sus casas, en el sur de la ciudad.

En esta ocasión los buses no demoraron tanto. A lo mucho por 2 de Metrobastión llega uno de Metroquil, pero hay suficiente espacio para acoger a la marea de usuarios que, no obstante, no deja la costumbre de subir en tropel y de agolparse en las puertas.

Quienes continúan su viaje hacia el sur pasan otra odisea: el bus va colmado de pasajeros, algunos con mochilas, bolsos de mano que ocupan más espacios, y no falta aquel comerciante que se dirige al mercado Caraguay (avenida Domingo Comín) con baldes en mano y se queda en las puertas. Sus recipientes se convierten en obstáculos para quienes suben o bajan. Desde el interior del articulado se observa, al llegar a cada paradero (Providencia, Astillero, León Becerra...) a decenas de ciudadanos que ya no pueden embarcarse.

El panorama no cambia sino hasta el paradero de la ciudadela Pradera 1, más al sur. Son pocos los usuarios que se embarcan, pero muchos se quedan. Poco a poco, el transporte, con menos personas, continuará su recorrido hasta la estación final, en el Guasmo Sur.

Una travesía que se repite en las mañanas y al mediodía

El trajín y la incomodidad de viajar en el transporte masivo, (como lo ha llamado el mismo Alcalde de la ciudad, Jaime Nebot), no se producen solo en las tardes, cuando la jornada laboral culmina. Ocurre lo mismo en las mañanas, de 07:00 a 09:00 y de 12:00 a 14:00, por lo general.

Esto porque cientos de miles de usuarios que salen de sus casas rumbo a sus trabajos, o adolescentes que se dirigen a sus planteles, utilizan el sistema de transporte, el único que recorre las 3 troncales establecidas por el Municipio, para su funcionamiento (de Guasmo a Terminal Terrestre; De la avenida 25 de Julio también al Terminal Terrestre; y de Bastión Popular al centro de la ciudad. No hay más buses con recorridos similares.

En la estación del Guasmo Sur, del servicio Metroquil, la inmensa fila de usuarios para abordar el bus se forma desde las 06:30. Aunque salen buses cada 2 o 3 minutos, la marea humana supera la capacidad del servicio; ya en el primer paradero (Guasmo Sur), otra multitud espera tomar el transporte. Ni bien llega al paradero Guasmo Central (todavía en el sur), ya no hay dónde poner un pie, incluso quienes logran, con mucho esfuerzo ingresar, se quedan casi a la entrada del articulado y solo las puertas, al cerrarse, los empujan. Los pisotones son habituales, aunque no falta quien se queje y hasta ruegue al conductor que ya siga de largo. Los últimos pasajeros viajan arrumados y pegados a los vidrios de las puertas.

Al usuario le quedan 2 opciones: dejan pasar hasta 4 o 5 articulados, con la consabida pérdida de tiempo y resignarse a llegar tarde a su trabajo o colegio. O tomar el articulado que desde los diferentes paraderos del sur, los lleve hasta la estación del Guasmo (al punto de origen); esos vehículos tienen menos pasajeros.

Quienes eligen la segunda opción, con suerte viajarán sentados cuando lleguen a la estación. Como la demanda es intensa a esa hora, la Metrovía recoge a los demás pasajeros que esperan en las largas filas.

No falta el conductor que al llegar, anuncia: “¡Hasta aquí nomás llego, ya no salgo!”. Quienes pensaban en tomarse un descanso, sentados, protestan, y no les queda más que bajarse y hacer de nuevo la fila. (I)

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