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El Telégrafo
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Colombia y la extraña costumbre de vivir con miedo

Maricel Galíndez es una refugiada a la que le gusta el hard rock. Dejó sus estudios musicales en Popayán después de recibir una amenaza de muerte por buscar a un hermano desaparecido en Tambo, Cauca.
Maricel Galíndez es una refugiada a la que le gusta el hard rock. Dejó sus estudios musicales en Popayán después de recibir una amenaza de muerte por buscar a un hermano desaparecido en Tambo, Cauca.
Foto: Carina Acosta / El Telegrafo
09 de octubre de 2016 - 00:00 - Luis Fonseca Leon

Los estruendos de la guerra hacen que sus víctimas vayan perdiendo el miedo a los desastres naturales. Maricel Valeria Galíndez es colombiana —tiene 26 años—, tamborilea su celular sobre una de las mesas del restaurante quiteño donde trabaja, y dice haber esquivado tantas veces a la tragedia que cuando siente un temblor, nunca hace alboroto, sino que espera.

En las veredas (recintos) aledañas a Tambo —Cauca, suroccidente de Colombia, donde vivía hace 5 años— el estruendo de minas antipersonales y cilindros explosivos que usan la guerrilla y los paramilitares es tan común como las tormentas en época de invierno. “Quedan secuelas, claro, pero uno llega a ver eso como si fuera normal”, dice Maricel.

En abril de 2011, uno de sus 10 hermanos desapareció de la noche a la mañana. A su familia le llegó el rumor de que Sorel Galíndez —de 35 años— había sido secuestrado, así que fueron en su búsqueda, pero solo encontraron las negativas de un comandante de la guerrilla más antigua de América Latina. Después, como el trueno que le sigue a los relámpagos, llegaron las amenazas, y Maricel, junto con otros 2 hermanos, se convirtió en una de las desplazadas de una guerra que ha durado más de medio siglo.

Sobre una mesa de la Pizzería y heladería Amore Amore —4 palabras sobre una bandera italiana— en Carapungo, Maricel cuenta que llegó a Pedro Vicente Maldonado, un cantón que no le gustó porque le recordaba a su pueblo. Ella, Andrea —de 24 años— y Rubén —de 40— Galíndez habían vivido en Bogotá, Cali y Popayán, donde tenían que adaptarse mientras no fueran amedrentados.

Isabel González es una inmigrante a la que le gusta la cocina. Vino a culminar sus estudios antropológicos en Quito después de ejercer el periodismo en su país. Fue activista contra la violencia en Antioquia. Foto: John Guevara / El Telégrafo

En Ecuador, obtuvieron el estatus de refugiados y, al igual que el resto de su familia en Colombia, no han tenido noticias de Sorel. Entre los estallidos a los que se había habituado, el hermano que vendía zapatos y sombreros desapareció sin dejar rastro. “Uno solo empieza a ver la violencia como tal cuando le hablan de derechos humanos”, confiesa Maricel.

La esperanza de paz, un horizonte lejano y opaco

El día del plebiscito en Colombia, hace una semana, Maricel estaba bajo la lluvia del norte de Cali, pero decidió no ir a votar.

A inicios de 2011, un año antes de que empezaran las últimas y más esperanzadoras negociaciones entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ella tuvo que abandonar sus estudios musicales —en Popayán— y se sumó a los casi siete millones de desplazados que ha dejado una guerra que ya sobrepasa el medio siglo.

“No me parece que quienes nunca se han untado con lo que es la guerra, que la han visto solo por televisión o desde sus universidades, decidan ahora. Que lo hagan las víctimas, quienes han sufrido”, dice Maricel.

Cuando se enteró de los resultados del plebiscito no se lamentó y, para dejar en claro que no desea la guerra sino una paz con mejores condiciones, suelta una frase altisonante: “No le vamos a alcahuetear más injusticias a la guerrilla”.

Los padres de Maricel dejaron sus sembríos para ir a las urnas pese a la lluvia del domingo. Tenían la esperanza de que la aprobación del acuerdo hiciera que la guerrilla les devolviera a su hijo desaparecido. En Tambo, los estallidos cesaron en esta época debido a la presencia de militares, lo cual hubiera sido una amenaza hace solo unos meses.

Al no hallar mejores opciones de vida, muchos campesinos de El Cauca encuentran oportunidades al cultivar coca y amapola. Y en las veredas cercanas a Tambo, era común que un mal día se encendieran las alarmas porque los paramilitares, las FARC o el ELN (Ejército de Liberación Nacional) se habían tomado el pueblo entero.

Cuando Maricel era niña, su madre había adecuado un sótano en su casa para que la familia se oculte de las bombas mientras las tropas irregulares se escabullían del temido “avión fantasma” que el ejército usaba para sorprenderlos. En ese refugio improvisado estaban cuando vieron a un hombre quedar atrapado en el patio de su casa: con el fusil al hombro, le imploró a la jefa de la familia que por favor le abriera una puerta, dijo que tenía que volver a las montañas porque si lo veían ahí lo matarían. Desde entonces, las hermanas de Maricel Valeria suelen recordarle la escena a su madre con sorna: “Usted le salvó la vida a un guerrillero”.

¿Crees que uno se puede acostumbrar a vivir en medio de la guerra?, le pregunto, indiscreto, a Maricel. “Sí”, responde sin titubeos y recuerda que sus padres no han migrado: “Como otros adultos mayores, ellos dicen que se van a quedar a vivir en su pueblo. Se acostumbraron a vivir con el miedo”.
Cuando la tierra tiembla en Carapungo, Maricel ve, impertérrita, que sus vecinos salen a la calle para prevenir un posible descalabro dentro de sus hogares. Ella mantiene la calma y espera a que el sismo cese, es que al destino, cuando se empecina contra uno, caramba, no hay trinchera que lo detenga.
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La tarde del plebiscito, en la casa de Isabel González Ramírez —una antioqueña de 30 años— había empanadas, café y ambiente de parranda. Un puñado de colombianos, votantes todos, se habían reunido en su hogar de La Floresta y se llevaron una ingrata sorpresa al enterarse de los escrutinios. Había ganado el No al acuerdo de paz con el   50,2% de los votos.

Unos días antes de ir al Consulado, Isabel sintió, más profunda que ninguna otra mañana de los 6 años que vive en el país, la tranquilidad de despertar sin escuchar noticias cercanas sobre masacres o bombas.

“Hacés la vida sin tanto miedo a perderla”, había escrito la periodista, y aclaraba: “No es que te desconectás, no en mi caso, pero eso que en mi tierra le dicen respirito, se siente”.

Isabel dejó su país sin que nadie le obligara a hacerlo. Vino a estudiar Antropología visual, y en Medellín, su ciudad, mientras era activista, no pudo evitar la muerte de 3 niños.

En Colombia, Isabel integraba el colectivo Semillas del futuro, que agrupa a menores que trabajan sobre la soberanía alimentaria y la consecución de la paz en sus veredas. Afectadas por los límites territoriales impuestos por la guerra, las llamadas “fronteras invisibles”, en que las marcas de la violencia van formando un cerco de recuerdos que previene y espanta: Si han matado a uno en aquella parte de la vereda, pues los vecinos ya saben adónde les está vetado el paso.

En un par de esas comunidades asoladas por la guerra en Medellín (la comuna 13 y un sector del Corregimiento de San Cristóbal), Isabel descubrió que cuando alguien es asesinado, junto a los deudos, suelen aparecer voces que murmuran la infame frase “algo estaría haciendo”. “Es que en Colombia no hay chance a equivocarse, si estás ‘mal parqueado’, como dicen allá, y vinieron a dispararte, habrá quien diga que te lo merecías por estar allí”.

En la Comuna 13, Isabel sintió el miedo de los habitantes que viven asediados por las balas. Había niños que le narraban la violencia que habían vivido, siendo hijos de combatientes de diferentes grupos armados, en un conflicto que no solo es ideológico: el padre que ayer fue al ejército, hoy puede estar en las filas de la guerrilla, expectante, pero mañana —se han dado casos— se puede convertir en paramilitar.

“Los integrantes que hacen parte de Semillas del futuro —escribió Isabel González hace 3 años, en su tesis de maestría— sortean todos los días el miedo que les produce pasar de un sector a otro, y prefieren quedarse en el suyo para evitar las desconfianzas, las preguntas, las requisas y, por supuesto, la muerte que les puede sobrevenir al cruzar un sitio prohibido, ‘una frontera’, como bien le han aprendido a llamar ‘porque así dicen en las noticias’”.

La afirmación, lastimosamente, no es exagerada. Tres infantes —Juan Camilo ‘Morocho’ Giraldo, Martín Zapata Aguirre y Marcelo Pimienta—, de entre 11 y 15 años, pertenecientes al colectivo, fueron asesinados por cruzar las barreras invisibles de la Comuna 13.

Aquello de la verraquera paisa es un arma de doble filo

Mientras la noticia del No al acuerdo de paz en Colombia empezaba a digerirse, el catedrático y crítico de televisión Omar Rincón publicó —en la revista argentina Anfibia, bajo el título ‘Sumidos en la Horrible Noche’— que “la verraquera paisa triunfó apoyando a Uribe en Antioquia y Medellín”.

Para los abuelos y bisabuelos de Isabel González, esa verraquera era necesaria a la hora de tener una finca cafetera que les permitiera cumplir sus sueños. Ella posa su taza sobre un plato en un mesón de madera y empieza a hablar del imaginario que en Antioquia se ha construido en torno a un personaje aguerrido y trabajador pero también villano y cruel: “El verraco representa lo peor y lo mejor de esa región”, dice la antropóloga y periodista con el pudor de quien cuestiona los referentes de sus paisanos.

Isabel dice que la flexible categoría de verraco paisa puede cobijar al antioqueño que les da una muenda (paliza) a sus hijos ‘por su propio bien’, y en esa triste misión simbólica ha sido  protagonista el expresidente Álvaro Uribe Vélez con efectos que sobrepasaron las cercas del campo; de hecho, las poblaciones rurales, golpeadas por la guerra, votaron por el Sí.

Luego del conteo rápido, Isabel soltó una frase lapidaria: “En las grandes ciudades no se merecen la comida que llega del campo”. Después de la incertidumbre, cree que en Colombia subsiste una periferia olvidada pese a que es la que produce gran parte de los alimentos.

“Las víctimas —reflexiona Isabel— son las que tienen más derecho a pensar en este acuerdo y en plantar su posición porque han vivido en carne propia la guerra (...), pero el punto de partida no puede ser la rendición de una de las partes porque de ese modo nunca llegarían a negociar”.

Pese a su indignación, a Isabel le queda una esperanza familiar. Su madre, Consuelo Ramírez —de 71 años—, fue a votar por primera vez en su vida el domingo en la capital antioqueña, y lo hizo para aprobar el acuerdo entre el gobierno colombiano y las FARC, convencida de la importancia de “no quedarse callada” frente al proceso de paz.

El padre de Isabel, Arturo González —de 79 años— se había alejado de su hija por sus discrepancias frente a la seguridad en el campo. Ella cubrió los hechos de violencia de los paramilitares para diario El Tiempo, de Bogotá, mientras él refunfuñaba contra la guerrilla que le impedía pasar hacia su finca, pero Arturo votó Sí de todas maneras, convencido de que “es mejor dejar la guerra atrás, aunque no conozcamos la paz”.

El rechazo electoral al texto de 297 páginas que firmaron el Comandante Rodrigo Londoño Echeverri —conocido como Timoleón Jiménez, ‘Timochenko’— y el presidente Juan Manuel Santos hizo que Isabel llorara porque está segura de que “la noticia de la paz, cuando llegue, será la mejor para todas las generaciones colombianas”.

Mientras espera ese momento en Quito, ejerce el periodismo e integra la Asociación Sentimos Diverso dedicada a trabajar con mujeres sobre derechos sexuales y reproductivos.
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De casi 34,9 millones de personas habilitadas para votar en Colombia, solo el 37% ejerció su derecho a dar su opinión sobre el plebiscito luego del que el presidente Santos convocó a “todas las fuerzas políticas, y en particular a las que se manifestaron por el No, para escucharlas, abrir espacios de diálogos y determinar el camino a seguir”.

Mientras se definen los términos de la renegociación, la trinchera de quienes esperaban dejar las armas de forma definitiva —algunos de quienes fueron obligados a usarlas— les da pocas garantías y los mantendrá en la sombra porque no han salido del anonimato, salvo algunos casos aislados, al igual que la mayoría de las víctimas. (I)

La renegociación va a paso lento y el armisticio irá hasta el 31 de octubre

La abstención durante el plebiscito del 2 de octubre pasado ha tenido diversas lecturas. De casi 34,9 millones de ciudadanos habilitados para votar, solo el 37% ejerció su derecho a dar su opinión dentro y fuera del territorio colombiano. En los departamentos donde se ha vivido la guerra de forma más brutal y sangrienta fue en donde el Sí ganó con más contundencia. Pero también hay un par de zonas ocupadas por paramilitares donde se desaprobó. Las cifras muestran la polarización que vive Colombia, pese a que se habló de un “voto silencioso” ante el fracaso de las encuestadoras. La incertidumbre es lo que rige ahora, y en la decisión del voto parece haber sido determinante la personificación de las opciones en las figuras del expresidente Álvaro Uribe Vélez y el presidente Juan Manuel Santos. (I)

Datos

El conflicto del las FARC contra el gobierno colombiano empezó en 1964 y ha causado que 6’766.422 personas sean desplazadas.

Los desaparecidos a causa de la guerra han sido 161.967, hubo 31.118 secuestrados y 301.736 personas recibieron amenazas.

Un acuerdo de 297 páginas, que incluía el armisticio, fue firmado por las partes el lunes 26 de septiembre en La Habana, Cuba.
En un plebiscito para aprobar ese acuerdo, el No ganó con un 50,21%, frente al 49,79% del Sí.

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