Buenos Aires: para quedar piantao
Hay algunos riesgos en Buenos Aires. Por ejemplo, que uno se crea seductor irresistible.
Le pasó a un amigo que caminaba por la calle Florida y, de repente, a un metro, una rubia de traje negro, ceñido, escotado en la espalda, con la falda abierta a un costado, se le acercó más y con mirada gatuna y unos labios rojos, le envió un beso, mientras sacudía su cabellera y con su cuerpo lo invitaba a dar algún paso de baile porteño. “Vas a ver, percanta, lo que te enseño”, pensó mi amigo. Pero aquella fantasía duró apenas un segundo.
En verdad el beso estaba dirigido a un tipo que estaba a sus espaldas, con traje negro de rayas y el pelo con gomina, como un malevo de cafetín de los años 20. Y la pareja empezó a bailar en medio de la calle y, de repente, se sumaron de la nada 6 bailarines, vestidos para la ocasión, sonó el bandoneón de un hombre sentado en una banca y aparecieron una guitarra rasgada y 2 violines. Y enseguida, una trigueña con voz de alondra cantó ‘El día que me quieras’ y después nos recordó que “Malena canta el tango como ninguna y en cada verso pone su corazón…”.
Todo esto, a la luz primaveral de un mes de octubre, a las 4 de la tarde. Resultado: la calle paralizada, los transeúntes como estatuas y después, el tiempo, el implacable, nos recordó que otros asuntos urgentes nos esperaban lejos de allí. Y nos fuimos flotando, ingrávidos, sin poder ni querer desprendernos de aquella experiencia que arrugaba el alma con tantas sensaciones para las que nunca se encuentran las palabras. Eso es apenas un rinconcito de Buenos Aires, en cualquier momento del día. Es que en esta ciudad que no duerme, los más cuerdos y exigentes encontrarán siempre razones para perder la razón.
Dan ganas de enloquecer en Buenos Aires, olvidarse de todo, y quedarse allí, intentando agotar emociones y nostalgias.
¿Cómo se distingue a un porteño?
“¿Sabés cómo se distinguía al porteño sin que tuviera que hablar?”, me preguntó Damián Álvarez, un amigo argentino. “Porque tenía una sonrisa marcada por la nostalgia”. Dicen que la nostalgia es una palabra que se respira en los puertos de todo el mundo, porque los que alguna vez llegaron allí, se mueven entre la melancolía de las tierras dejadas atrás, y el entusiasmo de los sueños que quieren construir en los nuevos horizontes.
Buenos Aires, con sus espacios que recuerdan a París, Barcelona, Roma, Londres, es la ciudad con más aire de grandeur de toda América, y por eso alguien afirmaba que “somos así, grandilocuentes y nostálgicos, porque somos la capital de un imperio que nunca existió.” No importa.
Buenos Aires es seductora, llena de glamour y encanto. No hay cómo dejar de sorprenderse. Quien la conoce está condenado a quererla.
La nostalgia y el pentagrama: el gran espectáculo
La palabra nostalgia tiene en el Tango (así, con mayúscula), su propio pentagrama. Discépolo decía que el tango es ese sentimiento que se baila, y hacía que Borges preguntara: “¿Dónde estará (repito) el malevaje que fundó, en polvorientos callejones de tierra o en perdidas poblaciones, la secta del cuchillo y del coraje?”.
Habría que contarle a Borges que son otros tiempos y que ese malevaje, como él mismo lo dijo, esa mitología de puñales quedó perdida en sórdidas noticias policiales. Néstor Quadri, ajedrecista argentino, lo resumió: “Aunque los malevos de Borges ya no están, en esas veredas de Buenos Aires flota mi nostalgia de porteño y bajo su cielo tanguero trasnocha un pedazo de mi corazón”.
Claro que sí, pero ese mismo tango que salió desde los patios y callejones polvorientos, desde los cafetines perdidos y oscuros del siglo XIX, bailado por malevos de cuchillo al cinto, hoy se ha posicionado en los espacios más turísticos, de corte hollywoodesco, que hipnotizan al espectador con unas puestas en escena que son un lujo en cualquier parte del mundo.
Buenos Aires: si no volvés, estás piantao…
¿Cómo no comprar un libro en Buenos Aires? La ciudad posee más librerías que muchos países latinoamericanos, con locales que cierran a la 1:00 de la mañana y tiene, además, la más bella librería del mundo, esa, que le hace creer a uno que entró a un museo del Vaticano. La diferencia con el museo es que en esa librería hay un saloncito sagrado en el que uno se puede tomar un café, mientras conversa con otro visitante, y ojea y hojea los libros llenos de tentaciones.
Buenos Aires es como una buena copa de vino: dan ganas de saborearla, despacio, y repetirse. La culpa es que “las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, ¿viste?”, como dice el tango. Y no solo las calles. Allí hay brujería, en su gente. En la pebeta que pasa taconeando, tan inocente de su belleza, en el tipo barbudo de mirada triste, que te canta un tango en la esquina, y hasta en el aire que se respira. Y quedan San Telmo y Palermo, el delta del Río Tigre, la Academia Porteña del Lunfardo y el Teatro Colón y la Plaza de Mayo y sus pañuelos blancos y La Boca y la Bombonera y Caminito. Y, otra vez, la gente.
Por eso dicen que, si las ciudades fueran mujeres, Buenos Aires sería una mujer terrible, de esas que no dejan pensar y que no conoce la misericordia: hace que uno las quiera sin límites ni condiciones. Y es que ya tan lejos de la calle Florida, donde una tarde de primavera florecieron los violines y el bandoneón y los bailarines de tango, recordamos que hay que parafrasear a Borges: cuando los bailarines se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito.
Buenos Aires, con traje escotado, seguirá danzando en nuestra memoria y en nuestras pupilas agradecidas. (O)