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Ecuador, 26 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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11 de Septiembre, ecos de una voz

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Antes

Ya en los años noventa, en la “era” del alcalde Giulliani, el proyecto para convertir a Manhattan en una isla de ricos, turistas y famosos había cobrado cuerpo. La estrategia de desalojo de los miles de indigentes que deambulaban por las calles y parques de la isla era evidente.

Se prohibió no solamente acampar en los espacios verdes, sino también dormir en la vía pública e incluso hacer una siesta bajo un árbol del Tompkin Square, en cualquier tarde sofocante.

Los basureros y las ratas del Village empezaron a florecer como nunca. Los recicladores con sus coches de supermercado habían disminuido, en una isla llena de restaurantes y bares, donde la mitad de lo que se consume se arroja a la basura.

Esta medida de “limpieza” radical la sustentaba el republicano alcalde, con el argumento de que existían los famosos shelters (refugios) donde el indigente podía encontrar una cama limpia con ducha, bajo un estricto horario militar, al levantarse y acostarse, con salones de terapia colectiva, donde los invitados tenían derecho a leer, pintar, tomando cafecito con azúcar bajo en calorías, dividiendo el día entre 2 misas cantadas, dirigidas por un exconvicto. Para quienes vivimos en Manhattan, no es difícil darnos cuenta de que la mayoría de los homeless neoyorkinos son seres rebeldes. Entre ellos es fácil encontrarse con poetas, filósofos, pintores, músicos, héroes de Vietnam y de la guerra del Golfo. Deportistas que pisaron el podio de la gloria y fueron arrojados sin pena ni gloria, cuando su imagen ya no servía a los comerciales de Gatorade; hoy sus rostros deambulan adornados por la mueca de una Marilyn desgraciada.

Seres que en su mayoría invierten el cheque mensual de la asistencia, en alcohol, heroína y crack, para celebrar la derrota en un rito de cotidiana consumación, placentero pero más doloroso, convirtiéndose así en otra forma de resistencia a través de la agonía… Firmes con la pipa de vidrio, la aguja y la botella, hasta el último desaliento.

También desalojaron a las prostitutas de las esquinas, cerraron los sex-shops de la Octava Avenida, para que los turistas y la “conservadora” sociedad neoyorkina no se vean acosados por los consoladores a pilas o las muñecas orgásmicas. Al mismo tiempo que los anuncios de chicas de compañía se multiplicaban en los medios.

Ahora sí, las prostitutas integradas al sistema tendrían que pagar los impuestos, aunque la ciudad pierda parte de su encanto. Imagino al poeta ebrio gritando en una esquina: “¡Ciudad sin putas, ciudad sin alma!”.

Paralelamente se intensifica el acoso y desalojo de los proyectos habitacionales para afroamericanos y latinos, en su mayoría ‘newyoricans’ y dominicanos. Arrojarlos hacia el Bronx o a las profundidades de Brooklyn es la consigna.

Con la “blanquinización” del Harlem bajo el pretexto de restaurar el histórico barrio, subieron los arriendos. Los negros que no pueden pagar la renta, good bay. Su espacio será habitado por una pareja de extranjeros del “primer mundo”.

Al desalojo de los squats (casas tomadas por artistas) del East Village, se suma la destrucción de los jardines comunales para ser entregados a compañías constructoras de costosos condominios, sin respetar la labor cultural que cumplen los activistas comunitarios y los jardines, en una isla saturada de contaminante estrés. La eliminación del Centro Cultural Clemente Soto Vélez, como la extraña muerte de su director, Armando Pérez, son una de las “ofrendas” más nefastas del héroe exalcalde para los habitantes de la llamada “capital del mundo”.

Septiembre

En el otoño de 2001, me dediqué a restaurar la escalera de incendios de Serenity, un viejo squat que todavía no había sido desalojado. De 15 edificios recuperados y restaurados por los activistas comunitarios, 9 fueron transformados en lujosos condominios, ahora habitados por artistas de éxito comercial y hombres de negocios. Hasta la fecha solamente un squat (Umbrella House), ha sido legalizado con bombos y platillos, porque sus ocupantes se comprometieron a no usar más el espacio en actividades culturales de corte político, yéndose en contra de los principios básicos del squat, que siempre fue escenario para debates, donde se cultivaban las ideas de la resistencia y los libros críticos de Chomsky circulaban de manos en mano. La sección cultural del New York Times, le dedicó una página a Super Cat, jefe vitalicio de Umbrella House, celebrando con el fotógrafo Manocortita, la legalización del edificio de la avenida C. Ahora tendrían calefacción y sería cada habitante dueño de su departamento, en un barrio de alta plusvalía como es el East Village.

La noche del 9, un reportero de Caracol-Televisión de Colombia, me entrevistó junto con la actriz bogotana Flora Martínez, quien actuó en mi cortometraje Iramuda, en la terraza de Serenity, con el fondo del Down town, desde donde las Torres Gemelas iluminaban la noche como 2 faros de riqueza inalcanzable para la mayoría. Y como a menudo lo que se piensa, se dice o se hace, está conectado directa o indirectamente en el laberinto del destino, ya con media botella de Jack Daniels adentro señalé a las torres y exclamé: “Allí yace el tesoro de los Incas: ¡Indios de todo el mundo, venid a rescatarlo!”. Después me contó una amiga colombiana que esta parte de la entrevista, como es obvio, había sido borrada.

En la mañana del 11, al abrir mi ventana en medio de la inmensidad de un cielo desprovisto de nubes, descubrí la primera torre ardiendo.

El humo ascendía al cielo reemplazando a las nubes ausentes; un helicóptero sobrevolaba los edificios. Salí a la escalera de incendios atónito, con la duda de que podía ser un accidente. En el piso inferior un anarquista tembloroso grababa el suceso con una mini-DV, y en el piso superior un indio norteamericano que en esos días visitaba el scuat, contemplaba sonriente la escena. En pocos segundos, a través de la humareda que envolvía las torres ingresó el segundo avión y haciendo una curva se incrustó en la otra torre. Ahora sí era evidente que se trataba de “un accidente provocado”. El helicóptero desapareció del horizonte. El siux sobre mi cabeza lanzó un grito prolongado de júbilo que hizo vibrar las ventana del edificio, el anarquista seguía aferrado a la cámara poseído por el temblor incontrolable de su ser. Me volví a introducir por la ventana, preguntándome aún si sería posible que esto sucediera. Salí a la calle en busca de información y ya en Astor Place me encontré con la marea humana que subía del Down town por Lafayette.

En la puerta de la galería Di Lorenzo, estaba Luca el propietario, con su empleado Fady, cristiano de origen libanés. Luca exclamó: “Esto no me sorprende porque nosotros hemos hecho cosas peores a otros países”.

Fady con la lengua hecha un nudo hablaba por el celular con su familia, conociendo ya que el atentado había sido cometido por árabes. Manhattan, isla habitada por gente de todos los continentes, en su mayoría jóvenes ilegales que trabajan, muchos de ellos desilusionados del “sueño americano” pero que no opinan en voz alta por temor, y más aún en medio de tal drama histórico, lucía conmocionada. Ruidos de sirenas de ambulancias y de bomberos, gritos de ancianas.

Miradas acusatorias de policías. Hordas humanas caminando desde el sur hacia el norte de la isla, de prisa pero en silencio, tratando de digerir en su interior lo sucedido, mientras las torres se desplomaban levantando un hongo de polvo de corte apocalíptico, que recordaba al de Hiroshima.

En algunas miradas se notaba satisfacción. En otras rabia y terror, sobre todo en las personas mayores de origen anglosajón, al igual que en la mayoría de los policías. El Dow town fue acordonado. La gente, desde las calles, ventanas y terrazas, contemplaba perpleja cómo el hongo de polvo cubría el espacio, creando una sólida nube de asbesto que perduraría por largos días sobre el cielo hace poco tan azul y profundo.

Las salidas y entradas de la isla empezaron a ser controladas como en una prisión. Requisa para entrar, requisa para salir. Se suspendieron las actividades hasta nueva orden. Mi cortometraje, Iramuda, que iba a ser estrenado el 12 de septiembre en el Antology Film Archives, tuvo que esperar hasta finales de noviembre. El East Village, barrio de artistas e intelectuales, lucía silencioso. La gente en el parque no hablaba. El otrora conversador vecindario, se miraba para adentro en profundo ensimismamiento.

Los ajedrecistas analizaban la situación y casi a todos invadía un sentimiento contradictorio. Alegría por el derrumbe de un símbolo de dominación humana y al mismo tiempo dolor por la muerte de miles de gentes, en su mayoría inmigrantes pobres de nuestros países. Krzytof el polaco, reflexionó con tono irónico: “Los ‘americanos’ perdieron 2 torres llenas de peones ajenos, pero se ganaron todas las torres del Golfo llenas de petróleo, ajeno también”.

Los peloteros del Tompkin Square, esa tarde jugamos con un balón de fútbol negro, a la misma hora que el ya exalcalde Giulliani, ansioso de protagonismo, dirigía las tareas de rescate desde una montaña de escombros, acompañado del presidente Bush que prometía venganza a los cuatro vientos.

Los días y meses posteriores fueron de luto, de velas encendidas en las esquinas, de ciudadanos enmascarados para protegerse del asbesto que inundaba el aire, de besos y cópula silenciosos pero fértiles. Tanto es así que el índice de embarazos aumentó notoriamente.

Después

El recién estrenado alcalde Bloomberg, haciendo honor a la nueva política de seguridad nacional, fortaleció prohibiciones, como no sentarse en las escaleras de las estaciones del metro o en cualquier parte de la vía pública. Una latina embarazada fue arrestada por ponerse a descansar sobre las gradas de una estación mientras esperaba el tren. El que escribe, se encontraba parado en una esquina, siguiendo el curso de una mosca que viajaba por Houston y la Primera, cuando un policía de origen latino, se le acercó y le preguntó: “¿En qué le puedo ayudar?”, con tono indagador.

Otro vecino puertorriqueño fue arrestado por sentarse en la acera frente a su casa, sobre una caja de cervezas vacías. Si bien en los tiempos de Giulliani el beber en la calle era castigado con multa, ahora con el sucesor, se sanciona con varios días de prisión y el pago de una fianza.

Se duplicaron las multas para los malos estacionamientos. Se prohibió pitar y se prohibió fumar en los bares. Ahora las calles huelen a tabaco y para algunos no fumadores ciertas aceras resultan intransitables.

Orinar en la calle se castiga con prisión y el pago de la consiguiente fianza, que multiplica 10 veces o más el precio de la anterior multa, dependiendo del estado anímico del juez.

Todo esto en una ciudad donde prácticamente no existen baños públicos y las distancias que recorren a diario los trabajadores son de tumultuosas horas. Es decir, se crearon nuevos delitos para robustecer las arcas municipales y al mismo tiempo fortalecer la industria penitenciaria que es de las más prósperas del país.

En nombre de una llamada política de austeridad fueron sacrificados bomberos que participaron en el rescate de las víctimas del atentado de septiembre, sin el más mínimo respeto al verdadero héroe, mientras en la Octava Avenida se levantaba un monumento a los bomberos muertos en las Torres Gemelas, para que los sobrevivientes despedidos vayan a poner flores a sus camaradas caídos, ante las cámaras de los turistas. La paranoia colectiva se apoderó del día y la noche neoyorkinos. El escribiente, una tarde de verano de 2002, se encontraba en el Tompkin Square Park sentado bajo el olmo donde Brabupadha, al llegar a Nueva York, iluminaba a sus primeros discípulos.

El escribiente releía a Antonin Artaud, y luego de una imagen que le provocó el estallido de algunas neuronas, cerró los ojos para contemplar tal espectáculo, semejante a la explosión de un Big-bang interno. No pasaron 5 segundos, cuando sintió un golpe en uno de sus hombros, acompañado de una orden: “¡Levántese, es prohibido dormir en espacios públicos!”. El joven lector sorprendido e indignado, increpó: “Solamente he cerrado los ojos”.

Muéstreme el decreto que dice que es prohibido unir los párpados. Apareció de inmediato otro policía de nutrido bigote y contextura gruesa, quien con voz marcial remató: “Si quiere conocer la ley vaya a la Biblioteca Pública, la policía solo la ejecuta”. En ese momento Bam Path, el tibetano-vietnamita que había estado siguiendo la escena desde un asiento del frente, me hizo un pase largo con el balón.

Levanté la pelota y me puse a hacer cascaritas con la cabeza hasta que los policías aburridos porque no se me caía la bola, se fueron refunfuñando.

Al atardecer, ingresé a la biblioteca de la calle Diez. De la sección de literatura en español, habían desaparecido los libros de Borges, Lezama Lima, los poemarios de Lorca, y en su lugar fueron colocados libros de autoayuda y de cómo obtener éxito en los negocios. Pasé a la sección de lengua rusa, y allí brillaban los libros de Dale Carnegie y Paulo Coelho. Luego, hablando con el bibliotecario me enteré de que habían reducido el presupuesto a las bibliotecas públicas y que además les estaban obligando a hacer un seguimiento del tipo de literatura que interesaba a cada uno de los lectores. Busqué la nueva Ley Penal y en efecto encontré un literal que decía que era prohibido dormir en espacios públicos, pero en ninguna parte se especificaba que era ilegal cerrar los ojos.

Cruzando otra vez el parque cuando las luciérnagas despertaban, dije para mí: “Nueva York, ciudad donde cerrar los ojos está prohibido porque los sueños no pagan los impuestos”.

Esta mañana, mientras escribía en mi cuaderno humedecido por la lluvia, bajo una sombrilla del SideWalk Café, se me acercó Helena de Bengala, desplazándose en sus patines azules. Llevaba la trenza larga, envuelta en el cuello como una serpiente, y en las manos, una muñeca con los dedos quemados.

Helena es pintora hiperrealista y vive 11 años en la calle, retratando escenas cotidianas con su pincel de aguja.

Por las noches duerme bajo los majestuosos puentes. Helena comenta: “Creo que para liberar a Nueva York de la extrema derecha, sería necesario que se haga autónoma y dependa de la ONU. Así sería una auténtica capital del mundo, donde interactúen todas las etnias y culturas con tolerancia y armonía”.

Apareció Diogenescu, el gigante barbado, y empezó su discurso en la esquina: “No comprendo por qué los países que sufrieron víctimas en el atentado, no han presentado una demanda contra el gobierno de este país, ante los organismos competentes, tomando en cuenta las investigaciones de las agencias de seguridad.

Las autoridades estaban al tanto de que se iban a producir ataques terroristas y no dieron la menor importancia a tan grave advertencia, convirtiéndose de esta manera en cómplices o autores indirectos”.

Reflexioné para mí: “Pero, ¿quién maneja la ONU y demás organismos competentes...?”.

Helena de Bengala, deslizándose en sus ruedas y Diogenescu descalzo, se introdujeron en el parque, cuando mi mano escribía: “Hay seres que se atrincheran en la locura para gritar sus verdades”. (I)

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