Con la adultez perdimos la espontaneidad, las ganas de arriesgarnos, de sentir ese placer de reírnos de nosotros mismos. Nos volvimos aburridos. Con la adultez, perdimos nuestra esencia por ese afán de querer agradar a otros para evitar el “que dirán”. Con la adultez, dejamos de fluir. “Hacer el ridículo” en cualquier circunstancia constituye, en muchas ocasiones, la mayor amenaza en nuestra vida. Esta aparente amenaza es para otros la mejor oportunidad para conocerse mejor y recuperar el verdadero ‘yo’.

En esta búsqueda, algunos recurren al clown, una técnica que invita a perder el miedo a quedar mal. En el mundo del clown, no hay razones para no mofarse de uno mismo y divertirse en esta aventura que quizás carezca de sentido para la mayoría de mortales. Hay tanto que aprender de los niños: cantan en voz alta, hablan solos y juegan con amigos imaginarios. ¿Hacen el ridículo? Seguramente sí, sobre todo, si los valoramos desde nuestra mirada adulta. Magdalena Soto y Santiago Carcelén hacen el ridículo a propósito. Ambos incursionaron en la técnica del clown cuando estudiaban teatro. En sus talleres, el miedo a ‘quedar de tonto’ es una constante que se combate con el juego. Al convertirnos en adultos también nos olvidamos de divertirnos.

Jugar es solo el preámbulo al mundo del clown, un universo complejo donde el aprendizaje de este método no se resuelve con un par de talleres. Para muchos, es una carrera para toda la vida. No todos están llamados a ser clowns. Reírse de los propios defectos necesita de un valor que pocas personas poseen. “Para dedicarse al humor —como decía el actor español Carles Sans—, hay que tener un acusado sentido de autocrítica, cualidad que solo asumen aquellos que se sienten seguros de sí mismos”.